martes, noviembre 28, 2006

Artículo

Experiencias límites y transformación subjetiva[i]


Por Orlando Arroyave


No sé si es cortés —u honesto— presentar una divagación en sustitución de lo que llamamos hoy, con tan falsa modestia, como charla. Esta divagación está conformada por experiencias subjetivas de tres hombres que podríamos llamar sujetos sin saber con precisión a lo que nos referimos cuando nombramos esta categoría. (Podría ser, y lo digo al pasar, sin arriesgar mucho, que la palabra sujeto es la forma académica y trivial de nombrar lo que suponemos una interioridad. Insisto que arriesgo poco).

Las experiencias son tres: una, diré, es la comprobación mística que pueden tener —como cualquier hombre— los poetas esenciales. La segunda, implica el dolor placentero que relata alguien que yo llamo —tal vez sin saber lo que digo— como consultante. Y tercero, quiero hablar de la escritura como transformación subjetiva. Digo tres experiencias —el místico-poeta, el masoquista y el escritor, para dar inicio a una representación—, y lo particular no es la experiencia: a todos nos acontece; sino la capacidad de expresar esa interioridad sacudida por un acontecimiento que hace discontinuidad en lo que llamamos todavía, por mera “cortesía gramatical”, yo. La ilusión de la autorrepresentación que nos nombre, y nos dé un definitivo es para tener la ilusión de la inmortalidad de nuestro ego.

Sé que podemos reducir experiencia a una afectación subjetiva; pero no quiero hacer referencia sólo a eso: nombro una intensificación de la experiencia que nos modifica, y no sólo como la define Wilde: “Experiencia es nombre que le damos a todos nuestros fracasos”, sino como aquella experiencia que nos hace ser distintos, incluso, y sobre todo, a nuestro pesar.

Un escéptico, que soy yo mismo, puede elevar una objeción: a todos, a cada uno de nosotros, la experiencia nos modifica, aunque sea a cuentagotas, paso a paso —la memoria, la huida de la memoria, el tiempo... podemos nombrar tantas cosas que nos dan la sensación de transformación—, y que pueden llevarnos a ser distintos. Es cierto, pero hay acontecimientos que tienen el peso de socavar nuestra identidad (conformada entre simulaciones e intensidades memorables), o las múltiples identidades que somos, o que olvidamos que somos. Aquí me circunscribo a las experiencias que hacen una grieta en lo que fuimos. Son experiencias —y tomo una frase sin el rigor del contexto— que hacen vacilar nuestro “ser”,[ii] hacen vacilar nuestra seguridad de los que somos, y que nos dejan un presentimiento corporal de que al final seremos tan distintos que ni si quiera, quizá, podríamos nombrarnos con el pronombre yo.

La primera experiencia la extraigo de las páginas de Jean Genet.

Una imagen había “gangrenado” “por completo”, afirma Genet en uno de sus ensayos sobre Rembrandt, “mi antigua visión del mundo”. En un vagón de tercera Genet cruza la mirada con un hombre de “cuerpo y rostro sin gracia, feos, por algunos detalles, innoble incluso: bigotes sucios, [...] boca estropeada, escupitajos que mandaba por entre sus rodillas al suelo del vagón”.[iii] “Por la mirada —agrega Genet—, que tropezó con la mía, descubrí, experimentado una especie de choque, una suerte de identidad universal de todos los hombres”. Su revelación la resume así: “cualquier hombre vale por otro”.

Genet siente —escribe— que “me vertía yo de mi cuerpo, y por los ojos, en el del viajero, al mismo tiempo que el viajero se vertía en el mío. O mejor: me había vertido”.

Sin dejar de meditar, —continua Genet— [...] en una especie de asco
por mí mismo, llegué a creer muy pronto que esa identidad permitía a cualquier
hombre ser amado, ni más ni menos que cualquier otro, y permitía que
fuese amada, es decir tomada en cuenta y reconocida —querida— incluso la más
inmunda apariencia.
[iv]

Este descubrimiento de que todo hombre es idéntico a cualquier otro, había abofeteado a Genet, y a su vida la “velaba [ya] una mancha de tristeza que, de pronto, como si un soplo la hubiera hinchado, lo obscurecía todo”.

Esta conclusión perturbadora no era efecto de la aplicación metódica de un análisis, sino de una revelación, “una súbita intuición”. Mas advierte Genet, para no alentar una falsa hermandad, que “Ningún hombre era mi hermano: cada hombre era yo mismo, aunque aislado, temporalmente, en su corteza particular”.

Y para esta nueva idea, que está medrando en él, construye un aforismo: “En el mundo sólo existe y sólo existió siempre un único hombre. Está por entero en cada uno de nosotros, es pues nosotros mismos. Cada cual es el otro y los otros”.[v] Un aforismo que recuerda el de Borges dedicado a Shakespeare: “Se parecía a todos los hombres, salvo en que se parecía a todos los hombres”.[vi]

Ese descubrimiento le produce a Genet un hastío, que le hace presentir “que dentro de poco iba a obligarme a serios cambios, que serían más bien renunciaciones”. Su antiguo mundo, que tanto apreciaba (“los amores, las amistades, las formas, la vanidad, nada de lo que depende la seducción”), había sido trastocado, desgarrado, perdido para siempre. “Todo —escribe Genet— se desencantaba a mí alrededor, todo se pudría. El erotismo y sus furores me parecieron definitivamente rechazados”.

La búsqueda erótica entraña una individualidad, más si todo hombre vale igual, ¿cómo erotizar a un cuerpo? Por algún tiempo, después de esta revelación, confiesa Genet, “cualquier forma humana lo bastante bella [...] y viril, conservó cierto poder sobre mí [...] por reverberación”. Un erotismo por reverberación, un reflejo que persiste como eco o luz de un antiguo poder perdido. Esta revelación en Genet es pérdida, pérdida de los prestigios del erotismo, que individualiza los cuerpos y los singulariza en el poder de una atracción corporal.

Sin embargo esta revelación —orgánica habría que decir— que trastoca su antigua visión del mundo, Genet la transforma en poesía. Genet escribió en su novela Pompas fúnebres: “La poesía o el arte de utilizar los restos. De utilizar la mierda y de conseguir que los demás se la coman”.[vii] Si hemos de creer en la sinceridad de estas palabras, Genet como poeta debió comer también esos restos. (Les recuerdo, de paso, que el ensayo dedicado a Rembrandt, y que sirve de experiencia de contrapunto a la experiencia creadora del pintor, lleva como título “Lo que ha quedado de un Rembrandt roto a pedacitos regulares y tirado al cagadero”).[viii]

A continuación voy a relatar la experiencia de un hombre en un espacio que socialmente se llama clínico, y así paso a la segunda experiencia.

Este hombre al llegar a los cuarenta siente que el mundo se deshace; hay un declinar de su juventud y, consigo, sus expectativas de encuentros sexuales. El mundo, su mundo, perteneciente a lo que él denomina la cultura gay, ese mundo rechaza a los viejos, a los cuerpos agrietados. Siente que todo vacila: el dominio de su profesión, la estabilidad económica, su relación de pareja con un hombre que ama con filia deserotizada. Cada vez más, su antiguo amor —cerca de diez años de convivencia—, se torna en un compañero de viaje en esa espera de la vida que es la muerte (para nombrar de paso ese “amo absoluto”, como sabemos todos a pesar de nuestras necesarias trampas o “pompas de realidad”).

Dejo de lado los detalles para no convertir esta experiencia en un llamado caso clínico. Quiero subrayar una experiencia límite que a un hombre transforma. En París tiene un encuentro furtivo pero intenso. Es su primera experiencia masoquista. El dolor se torna en pasión desde aquel encuentro. Este hombre —sin olvidar sus encuentros múltiples y felices— considera que su sexualidad ha cambiado con esta intensidad dolorosa. A la sexualidad se ha sumado una intensidad inédita, una aspiración de una intensidad que no obtiene ya en otros encuentros.

Al regreso a Medellín busca por Internet sados y masos, y, para su sorpresa, encuentra que en esta ciudad de costumbres apocadas sexualmente hay otros hombres cuya pasión es el dolor consentido. Y hay un primer encuentro con uno de los internautas sexuales. Hay un pacto que los dos convienen: habrá golpes sin heridas, magulladuras sin huesos partidos... Él será por una tarde la Momia Cristalizada.

Y la cita se cumple. Primero se momifica, con celofán, todo el cuerpo de este hombre que me cuenta su experiencia. Sólo tiene una pequeña ranura en la boca en la que se introduce un pitillo para poder respirar. Habrá golpes claro está, pero la intensidad estará puesta en otro punto del cuerpo: en la falta de aire, en la sensación de ahogo. La piel no puede respirar por los poros y poco a poco se torna cianótica.

Y cuando estaba a punto de desfallecer, el compañero sexual extrae un cuchillo... El relator de esta experiencia añadió a su relato una frase: “nunca había sentido tanto placer sexual como cuando me amenazó con el cuchillo en la garganta”. Esa acción no estaba pactada, y lo súbito de esta acción es lo que da la intensidad sexual a este hombre. El dolor-daño-placer es una promesa: “Hasta dónde podré llegar por placer; en las experiencias sexuales todavía pueden introducirse nuevas intensidades”.

Este hombre lleva a cabo una ascesis, una ascesis que es transformación a partir del límite de confrontarse a una experiencia que exige, como todas “las formas modernas de ascesis” que “ si bien exigen esfuerzo, imaginación y lucha colectiva, no tienen nada que ver con la austeridad”.[ix] Los contemporáneos hacemos un cultivo del placer, la búsqueda de la intensidad, que tiene como efecto un borramiento, efímero o no, de lo que somos. En palabras de David Halperin:

No es el deseo sino el placer lo que, para Foucault, sostiene la
promesa de una experiencia de desintegración. A diferencia del deseo, que
expresa la individualidad, la historia y la identidad del sujeto, el placer es
desubjetivizador, impersonal: hace estallar la identidad, la subjetividad y
disuelve al sujeto, aunque provisoriamente, en la continuidad sensorial del
cuerpo, en el sueño inconsciente de la mente.
[x]

Estas experiencias (Foucault nombra cuatro: la filosofía, el fist-fucking, las prácticas S/M y algunas drogas recreativas) tienen como objetivo un “desprenderse de sí mismo” (déprendre de soi-même), cumplen “la función de descentrar al sujeto y fragmentar su identidad personal”.[xi]

No quiero agregar una complicación pero tendríamos que preguntarnos si todas las experiencias intensas implican transformación de sí. Quiero establecer una hipótesis tan débil que puede ser rápidamente vencida. La hipótesis es que sólo las experiencias (sean de placer sexual, intelectual o estético) que logran hacer vacilar nuestras seguridades pueden transformar nuestra subjetividad. Digo seguridades y puedo sustituirlas por identidades sin menoscabo de lo que quiero expresar.

Por doquier se ofrecen intensidades. O se prometen intensidades. O como escribe Annie Le Brun, en su panfleto lúcido contra nuestra falsa contemporaneidad, Del exceso de realidad:

No obstante, la racionalidad de la incoherencia equilibra el cuadro
con actividades de riesgo, tales como los saltos elásticos, alpinismo, [...]
experiencias de sobrevivencia, etc., en las que, por ser dirigida hacia el
exterior, la búsqueda del límite físico tiende a aportar a cada uno el
suplemento de confianza que lo regresa a sí mismo. Probablemente porque “allí
donde hace falta el sentido, los sentidos toman el relevo y permiten probar
físicamente un mundo que se escapa simbólicamente,[...]
[xii]
[...] pero también porque la nueva práctica del riesgo controlado fortalece espectacularmente un repliegue narcisista que tiende a volverse norma.
[xiii]

Quiero tomar la frase “la nueva práctica del riesgo controlado fortalece espectacularmente un repliegue narcisista que tiende a volverse norma”, y contrastarla con las dos experiencias de Genet y el hombre que se ha convertido en Momia Cristalizada, y las de los “neoaventureros”, que triunfan en cuerpo y aventura “como el actor impostado y la intriga forzada que prueban el exceso de realidad de pésimo teatro de la época”,[xiv] y es que las experiencias que hemos traído a este encuentro son testimonios de una experiencia que no ha incrementado “un repliegue narcisista” y que, por el contrario, han disuelto la subjetividad, esto es, la sensación de ser el mismo.

El , como lo denomina Foucault, esa “nueva posibilidad estratégica, no porque sea la sede de nuestra personalidad, sino porque es el punto de entrada de lo personal en la historia, el lugar donde lo personal encuentra su propia historia, tanto pasada como futura”, escribe Halperin sobre “la ascesis homosexual”, pero que es aplicable a otras experiencias (el enfrentarse al exterminio de los hombres y mujeres que amamos, tener experiencias límites como el fist-fucking, padecer la tortura, etc.), el , digo, puede ser transformado en una ascesis que cultiva una “habilidad para ir más allá de nosotros”, un “[...] cultivar un sí para que transcienda al sí —un sí radicalmente impersonal que puede servir como vehículo de transformación, porque, no siendo nada en sí mismo, ocupa el lugar de un nuevo sí que acaba de producirse”.[xv] No es la meta, pues no existe, sino la promesa —vencida tantas veces— de ser siempre distinto. O si se prefiere, la posibilidad de considerar la vida como un riesgo de transformación subjetiva.

En su ensayo “¿Qué es la ilustración?” Michel Foucault escribe, dando a la tarea crítica propuesta por la modernidad el nuevo aliento de la genealogía, una tarea sin pretensiones universalistas: “en el sentido de que no deducirá de la forma de lo que somos lo que nos es imposible hacer o conocer, sino que extraerá de la contingencia que nos ha hecho ser lo que somos la posibilidad de ya no ser, hacer o pensar lo que somos, hacemos o pensamos”.[xvi] Pretende, este remozado ejercicio de la crítica, sin pretensiones universalistas o metafísicas, “relanzar tan lejos y tan ampliamente como sea posible el trabajo indefinido de la libertad”.

Foucault caracteriza este ethos —y que va más allá de la filosofía misma— “propio de la ontología crítica de nosotros mismos como una prueba histórico-práctica de los límites que podemos franquear y, por consiguiente, como el trabajo de nosotros mismos sobre nosotros mismos en nuestra condición de seres libres”.[xvii]

Esta propuesta ético-política de Foucault apunta a un “análisis histórico de los límites que nos han establecido y un examen de su franqueamiento posible”.[xviii] Foucault confesó alguna vez, que la escritura ocupó en él ese lugar de “franqueamiento posible”.

[...] la fenomenología trata de interpretar la significación de esa
experiencia diaria de manera de reafirmar el carácter fundamental del sujeto,
del yo, de sus funciones trascendentales. A diferencia de esto, la experiencia,
de acuerdo con Nietzsche, Blanchot y Bataille, tiene la tarea de desgarrar al
sujeto como tal, que sea completamente “otro” de sí mismo, de modo de llegar a
su aniquilación, su disociación.
Y es ese emprendimiento de subjetivación, la idea de una experiencia límite que desgarra al sujeto de sí, la lección fundamental que he aprendido de esos autores. Y no importa cuán aburridos o eruditos hayan resultado mis libros, esa lección me ha permitido siempre
concebirlos como experiencias directas, para “desgarrarme” de mí mismo, para
impedirme ser siempre el mismo.
[xix]

Cioran, al referirse a Beckett —palabras que pueden ser aplicables a Foucault—, escribió: “El budismo dice de quien busca la iluminación, que debe obstinarse tanto como ‘ratón que roe un féretro’. Todo verdadero escritor realiza un esfuerzo semejante. Es un destructor que aumenta la existencia, que la enriquece minándola”.[xx]

“Uno escribe para convertirse en otro que el que uno es” —según la expresión de Halperin—; pues la primera destrucción que uno alienta con la escritura —aceptando que no toda escritura implica este objetivo— es lo que uno es, y no para llegar a un ideal, sino para, de súbito, encontrarse con otro que surge para morir también. Como en la experiencia de Genet o de este hombre que aprendió que el dolor consentido ofrece una posibilidad de ascesis, de transformación, de desgarramiento subjetivo, igualmente puede acontecer con la escritura.
ooo
Notas
ooo
[i] Foucault nombra como “experiencias límites” la “locura, la muerte, la sexualidad, el delito” (Cf. El yo minimalista y otras conversaciones, Biblioteca de la Mirada, Buenos Aires, 2003, p. 26). Aquí tomaremos la expresión “experiencias límites” en una acepción más amplia: experiencias que llevan a un individuo a trastocar sus referencias personales como también la realidad a la que pertenece (realidad, que a decir de María Zambrano, “agobia y no sabe su nombre”).
[ii] Trato siempre de evitar el entrecomillado para hacer vacilar el sentido de una frase; sólo lo admito como ironía. Y sin embargo, se me impone porque creo que es discutible la noción de “ser” propuesta por el psicoanálisis lacaniano. Puede que se piense el ser como un vacío, pero ese vacío se define por las experiencias gozantes, por sus repeticiones, por la sombra de la relación de ese sujeto por el universo —y a pesar de que se nombra como universo es estrecho— edípico. Esa noción implica una determinación y una posibilidad mínima de libertad; la libertad sólo la daría así el trauma. Pero el trauma es a su vez el límite de la libertad; el trauma es la aporía de aceptarse como distinto siendo, a su pesar, otro.
[iii] Jean Genet, El objeto invisible, Thassália, Barcelona, 1997. p. 96.
[iv] Ibíd., p.99.
[v] Ibíd., p.102
[vi] Citado por Maurice Blanchot en El libro que vendrá, Monte Ávila, Venezuela, 1969, p.111.
[vii] Jean Genet, Pompas fúnebres, Debate, Madrid, 1991, p.160.
[viii] El título en francés es: Ce qui est resté d’un Rembrandt déchiré en petits carrés bien réguliers, et foutu aux chiottes.
[ix] David Halperin, San Foucault, Ediciones Literales, Buenos Aires, 2004, p.125.
[x] Ibíd., p.118
[xi] Ibidem.
[xii] David le Breton, Passions du risque, citado por Annie Le Brun, Del exceso de realidad, F.C.E., México, 2004. p. 225.
[xiii] A. Le Brun, Op. Cit,.p. 225-226
[xiv] Ibíd., p. 227
[xv] D. Halperin. Op. Cit., p. 126.
[xvi] Michel Foucault. Estética, ética y hermenéutica, Paidós Básica, Barcelona, 1999, p. 348.
[xvii] Ibíd., p. 349.
[xviii] Ibíd., p. 351.
[xix] Michel Foucault, El yo minimalista y otras conversaciones. Op. cit. p. 12.
[xx] E.M. Cioran. Ejercicios de admiración y otros textos. Tusquets Barcelona, 2000. p. 90.