lunes, octubre 02, 2006

Crepúsculo de los psicoanalistas, aurora de los sexólogos

Por André Béjin
París, Centro Nacional Para la Investigación Científica



La propuesta según la cual Freud habría descubierto la «sexualidad» (sobre todo, la infantil), e inventado la ciencia de lo sexual, tiene un único interés: es «refutable», al contrario de la mayor parte de las tesis freudianas. Por lo demás, el propio psicoanalista vienés reconocía su deuda, desde 1905, con las investigaciones del pediatra húngaro Lindner y los «famosos escritos de Krafft Moll, Moebius, Havelock Ellis, Schrenck-Notzing, Loewenfeld, Eulenburg, I. Bloch y M. Hirschfeld».[1] Parece que la ciencia sexual, la sexología, tuvo dos orígenes. El primero, en la segunda mitad del siglo XIX, o incluso —tomando unos hitos simbólicos— entre 1844 y 1866, fechas en las que aparecieron dos obras con el mismo título Psychopathia sexualis: una escasamente conocida, de Heinrich Kaan[2], y la otra muy célebre, de Krafft-Ebing.[3] A lo largo de esas cuatro décadas se constituye la primera sexología (o, si se prefiere, la «protosexología»), más atenta a la nosografía que a la terapéutica, y centrada fundamentalmente en las enfermedades venéreas, en la psicopatología de la sexualidad (las grandes «aberraciones» y sus relaciones con la «depravación») y en la eugenesia.[4]
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Por otra parte, yo situaría el origen de la segunda sexología o sea, de la sexología actual, en las tres décadas siguientes a la primera guerra mundial, digamos entre 1922 y 1948: en 1922, Wilhelm Reich descubre lo que denomina la «verdadera naturaleza del poder del orgasmo[5]; en 1948, aparece la primera de las dos grandes obras de Kinsey.[6] La sexología acota y define, durante ese cuarto de siglo, su problema central: el orgasmo.[7] Para comprender la importancia que tiene este cambio, es suficiente con traer a colación tres citas:
— Aún no contamos con un criterio de reconocida validez universal que permita afirmar con certeza la naturaleza sexual de un proceso; en relación con ella, no conocemos más que la función reproductora, de la que ya hemos dicho que es una definición restringida.[8]
— La función del orgasmo se convierte en la unidad de medida del funcionamiento psicofísico, porque es en tal unidad en la que se expresa la función de la energía biológica.[9]
— El orgasmo es un fenómeno excepcionalmente específico que, en general, se puede reconocer fácilmente tanto en la mujer como en el hombre. Por ello, lo hemos adoptado ()... como unidad de medida (...). El orgasmo difiere de todos los otros fenómenos de la vida animal y, en general, si no siempre, se puede apreciar en su irrupción el signo indicativo de la naturaleza sexual de la reacción de un individuo.[10]

La orgasmología

Aquí nos encontramos con una prodigiosa evolución: al principio fue la incertidumbre de Freud, luego la asociación establecida por Reich entre la energía orgásmica y la energía orgánica y, más tarde, con la energía «orgónica», para llegar a Kinsey y la evidencia behaviorista del orgasmo, definido por una serie de correlatos fisiológicos objetivamente aprehensibies. Desde entonces, los sistemas de contabilizacion del orgasmo proliferaron, las terapias del orgasmo se multiplicaron, la «racionalización de la sexualidad» se fue afirmando cada vez en mayor medida, como la cada vez más influyente tarea de los sexólogos.[11] En la actualidad, la sexología tiende a ser simplemente una «orgasmología», y las terapias de la sexualidad, «orgasmoterapias».[12] El sexólogo (el «orgasmólogo») contemporáneo no se preocupa, salvo de forma esporádica, de lo que podríamos llamar la «perisexualidad» (contracepción, embarazo, aborto, enfermedades venéreas). Las «desviaciones», las «perversiones» sexuales ya no constituyen el núcleo central de su problemática y, en su opinión, no podrían justificar las emociones incontroladas. En última instancia, les tiene sin cuidado la desviación; su presa es la disfunción. Su ineludible misión: la eliminación de las perturbaciones, a veces irrisorias, aunque frecuentes, de la sexualidad «cotidiana». Además, el sexólogo pone de manifiesto, en esa tarea de erradicación, un impresionante celo terapéutico, porque se distingue de los «protosexólogos» del siglo pasado, pero también de sus rivales actuales —condenados al declive—, los psicoanalistas, que ya no dan el pego y a nadie engañan con que pretendían curar a sus pacientes. Ahora bien, los sexólogos quizá tengan la posibilidad de cobrar una ventaja decisiva, precisamente porque han sabido y podido salir airosos en su confrontación con los psicoanalistas en el terreno terapéutico. Como veremos, esa ventaja proviene de la doble legitimación de su posición, favorecida por la erosión de la credibilidad del psicoanálisis: legitimación que, en primer lugar, deriva de su éxito terapéutico, pero que, por otra parte, también proviene de la referencia a un corpus de enunciados científicos experimentales.
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Psicoanálisis y orgasmoterapia
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A pesar de todo, y a primera vista, se pueden apreciar numerosos puntos en común entre las terapias psicoanalíticas y las sexológicas, pues en ambos casos se trata de «servicios» más o menos «personalizados».[13] Por otra parte, sus campos de aplicación son bastante restringidos: como sus mismos promotores reconocen, tales terapias no tienen la pretensión de aplicarse a todos los psicóticos;[14] por el contrario, las disfunciones sexuales comunes de individuos «normales y/o neuróticos» presentan numerosos síntomas que corresponden tanto al psicoanálisis,[15] como a la sexología.[16] Además, el precio de los tratamientos a seguir, en la mayoría de los casos, son el resultado de un «libre acuerdo entre los terapeutas y sus pacientes.[17] En general, los terapeutas son médicos aunque pueden no serlo. Freud, al afirmar que «las cuatro quintas partes de sus alumnos eran médicos», venía a corroborar que «no es posible reservar a los médicos el monopolio del ejercicio del psicoanálisis y excluir a los no-médicos».[18] Por su parte, Masters y Johnson recomiendan que cualquier equipo (mixto) de «coterapeutas» que pretenda poner en práctica su método, esté compuesto por un médico y un o una psicólogo/a. «La presencia de un médico permite proceder a exámenes fisiológicos y a análisis de laboratorio indispensables sin que tenga que intervenir una tercera persona. La presencia del psicólogo favorece (...) la toma de conciencia sobre la importancia de los factores psicosociales.»[19] Terapeutas, psicoanalistas y sexólogos son, en principio, libremente escogidos por los pacientes, están obligados a guardar secreto profesional y se encuentran sometidos, en mayor o menor medida, al control de sus respectivas corporaciones. Por otro lado, no todos los pacientes son aceptados: deben responder a ciertas condiciones, diferentes según de qué terapias se trate. Condiciones que se refieren a la edad, «inteligencia», «desarrollo moral», gravedad de la enfermedad, motivación, solvencia, etc., según las estimaciones de Freud.[20] Para Masters y Johnson, a las condiciones que han de cumplir los pacientes de gravedad de la enfermedad, solvencia y motivación, se añade, además, la de que las parejas que acuden a su consulta hayan sido inducidas «por ciertas autoridades competentes; es decir, médicos, psicólogos, asistentes sociales o directores espirituales... »[21] Una vez aceptados, a los pacientes se les pide confianza en sus posibilidades de curación, en sus terapeutas,[22] sinceridad total hacia éstos,[23] y respetar algunas prohibiciones provisionales.[24]
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Sin embargo, a pesar de todos esos puntos en común, y por importantes que sean, no podemos dejar de constatar un cierto número de rasgos antagónicos, más o menos radicales, entre las terapias psicoanalíticas y las sexológicas. Para hacer más patentes esas divergencias, hemos establecido en un cuadro inevitablemente conciso (página 261), diez grupos de características propias de cada método. Por lo demás, el lector podrá encontrar, en las obras de los principales defensores de cada terapia, la información complementaria sobre su verdadero alcance; información que, en la brevedad de este artículo, no podemos abordar exhaustivamente.[25]
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En primer lugar, conviene explicar lo que entendemos por la expresión «terapias (sexológicas) del comportamiento». Con ello queremos subrayar que consideramos la clase de terapias sexológicas como una especie del género «terapia del comportamiento». Tal relación no es obvia[26] sino que creemos que es una implicación que deriva de todo un conjunto de consideraciones metodológicas. La expresión behavior therapy fue introducida en 1954 por Skinner y Lindsley y debe su difusión, desde comienzos de 1960, a Eysenck. De hecho, todos estos métodos terapéuticos proceden de una corriente de reflexiones teóricas y de trabajos experimentales que comprenden, remotándonos en el tiempo, las investigaciones de Skinner a partir de finales de los años treinta, de N. V. Kantorovich, de M. C. Jones, etc., a lo largo de la década de los veinte, del «behaviorista» Watson y del «reflexólogo» Pavlov a principios de siglo, los trabajos de Leuret en el siglo XIX y de Mesmer en el siglo XVIII.[27] El postulado fundamental de esos métodos es que las perturbaciones que tratan (y sobre todo, las «neurosis») constituyen comportamientos aprendidos y condicionados; o sea, «malas costumbres». «Las neurosis se caracterizan, fundamentalmente, por reacciones emocionales inadaptadas, en particular la ansiedad, y por diversos actos perpetrados por el individuo con el fin de aplacar la ansiedad (...). Según la teoría behaviorista, la mayor parte de las reacciones emocionales nacen de un proceso de condicionamiento.»[28] «El descubrimiento de que el comportamiento neurótico es un comportamiento aprendido —aparte otras consecuencias— tiene la ventaja de desplazar la responsabilidad de la curación, de forma inequívoca, a manos del terapeuta —al contrario de lo que sugiere la idea nacida de la mística psicoanalítica, según la cual el enfermo es responsable del fracaso de su tratamiento (suponiendo así el terapeuta que no fracasa, ¡sino a causa de la odiosa resistencia del enfermo!).»[29]
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En consecuencia, lo que les importa a aquellos terapeutas es liquidar los síntomas actuales (y no las «fobias pasadas») descondicionando y recondicionando de nuevo el organismo del paciente. Entonces, hay dos posibilidades de abordar el problema.[30] Así convendrá:
–bien eliminar la angustia ligada al comportamiento que se ha de aprender: de forma brusca, mediante el método de la inundación», de la «inmersión» (flooding) o de forma gradual, por medio del método de la «insensibilización» (desensitización);[31]
— bien hacer angustioso el comportamiento que se ha de desaprender: es el principio de la «terapia de la aversión» (aversion therapy).[32]
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La terapia de Masters y Johnson

Ambos planteamientos, que acabamos de mencionar, se encuentran en las principales terapias sexológicas contemporáneas. Unas, muy minoritarias, aplican el método aversivo a las «desviaciones» sexuales (homosexualidad, paidofilia, fetichismo, travestismo, exhibicionismo, voyeurismo. . .)[33] Se vinculan, así, a la tradición «protosexológica» y no son representativas de la corriente dominante en la sexología contemporánea. Las otras, mayoritarias, se inscriben dentro de la orgasmología moderna. Pretenden reducir las «disfunciones» sexuales y, por ello, recurren a menudo al método de la insensibilización o a técnicas similares. Ésa es la terapia de Masters y Johnson, que viene a constituir el paradigma actual de las orgasmoterapias. Pero especifiquemos sus características fundamentales:

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1. El tratamiento, intensivo y continuo, dura —para los pacientes que no habitan en la región de San Luis (90 % de los casos)— dos semanas. Los pacientes alquilan una habitación de un hotel y deben acudir cada día a lo que, llamando a las cosas por su nombre, cabría denominar la «clínica del orgasmo» de Masters y Johnson. Así pues, la estancia reviste las apariencias de un «retiro» (en el sentido que se da a un retiro espiritual) y de unas vacaciones terapéuticas.
2. Las disfunciones tratadas (véase nosografía, nota 16), se atribuyen a priori a dificultades de relación más que a carencias individuales. Es por eso por lo que esta terapia se orienta hacia las parejas, casi exclusivamente.
3. Para circunscribir las transferencias y contratransferencias, para favorecer la comunicación entre terapeutas y pacientes (que se supone es más fácil entre individuos del mismo sexo) y quizá para inducir a establecer ciertos vínculos de identificación, es por lo que la pareja no se enfrenta con un solo terapeuta, sino con un equipo de dos «coterapeutas» (un hombre y una mujer) que se ocupa de la pareja en tratamiento. Masters y Johnson recomiendan —como ya hemos señalado— que ese equipo se componga de un médico y de un/a psicólogo/a.
4. En el proceso de curación, se pueden distinguir dos grandes fases. Una primera fase, de cuatro días de duración, durante los cuales los terapeutas proceden a la recopilación y a la transmisión de las informaciones necesarias, al diseño del tratamiento, a una primera «reeducación» sensorial de los pacientes (invitándolos a explorarse mutuamente sus cuerpos utilizando, según qué casos, una loción lubrificante perfumada). Una segunda fase, de diez días de duración, a lo largo de los cuales se pasa de las caricias no genitales, gradualmente, a los contactos genitales (masturbación y, luego, coito) hasta que la angustia asociada al coito desaparezca totalmente y la capacidad orgásmica haya sido restablecida.
5. Los pacientes deben observar dos prescripciones provisionales básicas durante la cura (véase nota 24): por un lado, no deben revelarse el contenido de sus respectivas entrevistas, mantenidas durante los dos primeros días; y, por otro, les está vedada la búsqueda prematura, que no responda al proceso gradual del tratamiento, del orgasmo.
6. El contenido de las sesiones es, esquemáticamente, el siguiente:— primer día: entrevista (dos horas) de cada uno de los pacientes con el terapeuta del mismo sexo, en el curso de la cual se examinan los aspectos siguientes: descripción de las perturbaciones; balance del matrimonio; experiencias infantiles; de la adolescencia y de la edad adulta (sobre todo, los eventuales «traumatismos»: incestos, embarazos ilegítimos, abortos, violaciones...); contenido de los deseos; sueños y fantasmas; «conciencia del yo» (¿se encuentra a sí mismo atractivo?); estudio de la sensibilidad (táctil, visual, olfativa, auditiva).
— segundo día: entrevista (una hora y media) de cada uno de los pacientes con el terapeuta de sexo opuesto. En esta entrevista se verifican y se precisan algunos aspectos evocados el día anterior.
— tercer día: preguntas sobre el historial médico, balances psicológicos, exámenes de laboratorio; «mesa redonda» entre ambos pacientes y los dos coterapeutas; comienzo de la «reeducación» sensorial.
— cuarto día: discusión de los resultados; informaciones complementarias sobre la anatomía y fisiología de los órganos sexuales; continuación de la «reeducación» sensorial.
— quinto día: a partir del quinto día, entrevistas cotidianas de alrededor de una hora de duración cada una, durante las cuales los terapeutas comentan los resultados de los «trabajos prácticos» de sus pacientes y les enseñan algunas «técnicas» adaptadas a sus perturbaciones específicas (técnicas de «comprensión» del pene, de masaje vaginal; posiciones de coito «favorables»; aprendizaje del control del orgasmo procediendo a sucesivas interrupciones in extremis para, después, volver a reiniciar la excitación, etc.).
7. A los pacientes cuyo tratamiento se haya saldado con lo que se llama un fracaso «inmediato» (persistencia de las perturbaciones al cabo de las dos semanas de tratamiento), se los aleja de cualquier forma de control: tal control —explican Masters y Johnson— podría perturbar ulteriores pruebas terapéuticas de esos mismos pacientes. Por el contrario, se somete a una «vigilancia postcura» regular (por teléfono) a todos los pacientes cuyas perturbaciones hayan desaparecido a lo largo del tratamiento. Se hace así, con el fin de evaluar las «recaídas» y, eventualmente, de estimular a los pacientes que experimenten dificultades a proseguir un nuevo tratamiento. El seguimiento de estos pacientes se realiza durante cinco años, al término de los cuales se les comunica (en una entrevista personal o por teléfono) el balance final de los efectos de la cura. Las estadísticas de fracasos y éxitos «inmediatos» (quince días), de las «recaídas», de los éxitos y fracasos «generales» (cinco años) son, por lo que se refiere a las disfunciones tratadas, regularmente actualizadas y, si es necesario, publicadas.[34]
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Se puede apreciar, pues, en todo lo anterior, cómo el método de Masters y Johnson utiliza varios elementos del acervo propio de los terapeutas comportamentales: la incitación a la afirmación del yo, la corrección de las concepciones erróneas (referidas, por ejemplo, a los efectos de la masturbación o al placer femenino) y, sobre todo, la insensibilización (para re- condicionar progresivamente el orgasmo). Y lo que es aún más fundamental, esa orgasmoterapia reposa en una concepción claramente behaviorista de las disfunciones sexuales, entendidas como resultados de un aprendizaje incorrecto. De todos modos, es ese fundamento conceptual lo que quisiéramos analizar, a partir de ahora, para poner en evidencia las profundas razones que delimitan la terapia psicoanalítica en relación al método de Masters y Johnson y, en general, respecto a las técnicas comportamentales.
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Los límites terapéuticos del psicoanálisis
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Las terapias del comportamiento se fundan, en primer lugar, en una representación más bien «continuista» del aprendizaje: éste, fundamentalmente, consistiría en un proceso de fenómenos de condicionamiento progresivo, recurrentes e interrelacionados. El psicoanálisis, por el contrario, parece basarse en una concepción más «discontinuista» en el sentido de que aquél concede una importancia particular a las bifurcaciones, a las rupturas traumáticas: «escena originaria» (por ejemplo, la contemplación por el niño del coito de los padres), el descubrimiento de las diferencias entre los sexos, la seducción por un adulto, la muerte de un ser querido, un accidente, etc. Aquí radica un primer handicap terapéutico: el psicoanalista tiende más bien a buscar un origen (por medio de la anamnesia) que a modificar un proceso de comportamiento (por medio de una deshabituación).
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En segundo lugar, los psicoanalistas se han ido desinteresando progresivamente de los afectos (y sobre todo, de la angustia) para concentrar su atención en las representaciones. De este modo, han renunciado a la ayuda que suponen técnicas, indiscutiblemente eficaces, de «relajación» (para hablar con términos behavioristas)[35] y de destrucción de las «corazas musculares» (en el sentido en que las entendía Reich).[36]
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En tercer lugar, los psicoanalistas pretenden intervenir sobre las «causas profundas» «reestructurando la personalidad» —como dicen los más consecuentes, entre ellos el propio Freud—, o «dándole rienda suelta a la lengua» —como aseguran los farsantes—. Los psicoanalistas dejan desdeñosamente las viles tareas de la sintomatoterapia a los behavioristas, a los «palurdos». Pero al hacer eso, desperdician la ocasión de conocer la relativa autonomía de los «síntomas» en relación a las «causas» que Freud, sin embargo, no dejaba de subrayar.[37] Además, ¿en qué se fundan para dictaminar que las perturbaciones que eliminan las terapias comportamentales no constituyen sino síntomas? Si así fuese, se constatarían numerosas «recaídas» o «sustituciones de síntomas» después de las terapias, lo que, en general, no es el caso. En resumen, es necesario reconocer, con Eysenck, que «el reproche según el cual los terapeutas del comportamiento no curan más que los síntomas (...) no deja de ser un gran despropósito por parte de quienes no llegan ni siquiera a curar los síntomas».[38]
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Los psicoanalistas, al contrario de sus contrincantes, en su mayoría, se han visto incapaces de racionalizar sus técnicas, de formalizar y estandarizar sus procedimientos terapéuticos y de definir los criterios objetivos para determinar el éxito de sus tratamientos. Aunque cabe preguntarse, por otra parte, si verdaderamente desean tal racionalización. De cualquier forma, lo dudamos. La imagen que muchos psicoanalistas han querido dar de sus prácticas es, a menudo, la de una actividad estética pura, no contaminada por vulgares consideraciones relativas a la eficacia terapéutica. Ya para el propio Freud, el analista tenía que ser, más que un técnico, un artista favorecido por los dioses. Conviene que sea «clarividente», que tenga «buen gusto», «un fino oído», «tacto» y ha de tener «habilidad»[39], que haya sido «iniciado» y que tenga «inspiración». Sólo entonces, puede adentrarse en los misterios de la práctica analítica, pues aunque no haya recibido formación médica, en esas condiciones tampoco puede ser considerado como un «profano», como un «laico» (Laie). Es fácil comprender que, frente a este «arte sacro», la terapia comportamental pueda parecer como algo bien prosaico con todas sus técnicas estandarizadas y sus «mezquinos» cálculos sobre las tasas de éxito, de recaídas... Las consecuencias de esta representación del psicoanálisis son de sobra conocidas. La curación analítica es a priori ilimitada, y sus resultados, intangibles, escapan a cualquier control. Como actividad estética esotérica que es, ensimismado en su halo autista, rechaza por principio cualquier consideración de eficacia que fuese emitida desde el exterior. Pero escuchemos a Freud y a Reich. «En torno a los años veinte, se creía que se podía “curar” una neurosis normal en un plazo de tres a seis meses, como mucho. Freud me envió varios pacientes con la recomendación: “Para psicoanalizar. Impotencia. Tres meses.” (...) En 1923, por término medio, la duración era de un año, como mínimo. Incluso comenzaba a hacerse común la opinión de que dos o tres años no serían inútiles....»[40] «Hemos de tender no a acortar, sino a profundizar el análisis (...) El análisis didáctico, como el análisis terapéutico de un enfermo, no es una tarea que tenga un plazo fijo, sino que es ilimitada (...) A fin de cuentas, la diferencia entre el no-analizado y el analizado, desde el punto de vista del comportamiento ulterior de este último, no es tan clara como desearíamos, esperaríamos o pretenderíamos que lo fuera (...) Pero importa poco, ya que si el análisis no siempre encuentra su justificación en la práctica, en teoría siempre tiene razón... »[41]
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Acabamos de poner de relieve algunas de las limitaciones terapéuticas irreductibles del psicoanálisis. Pero hemos de subrayar que, para muchos, esas limitaciones provienen del hecho de que la cura ‘analítica constituye un esbozo mediocre de las curas comportamentales. Así, el análisis, a menudo toma la apariencia de una «insensibilización» o sistemática, torpe, y que saca partido, además, de forma subrepticia de los fenómenos de «remisión espontánea»[42] El psicoanalista recurre, igualmente, según las ocasiones, al proceso de «aversión»: por ejemplo, cuando niega a sus pacientes la satisfacción de deseos transferencia les, no hace sino asociar un «stimulus» aversivo a una «respuesta» de la que el paciente debe prescindir. Por otro lado, el «análisis salvaje», del que Freud había señalado sus innegables efectos terapéuticos[43], es parecido al método de «inmersión» en la medida en que consiste en imponer de una forma brutal estímulos ansiógenos (una interpretación que suscita resistencias) al paciente.
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Dicho en pocas palabras, la práctica sexológica, puesto que es más eficaz desde el punto de vista terapéutico y está estrechamente vinculada a las investigaciones experimentales más avanzadas (sobre fisiología sexual, procesos curativos comportamentales, etc.), cobra una «legitimidad científica» superior a la del psicoanálisis. Ahora bien, conviene analizar, en una perspectiva más amplia, los efectos de poder que conlleva esta legitimidad. Con este objeto, vamos a comparar el poder de los sexólogos contemporáneos con lo que fue la tarea de la sexología del pasado y, después, con las otras terapias del presente que compiten con la sexología.
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La evolución que lleva de la antigua a la nueva sexología se caracteriza por la interacción de tres procesos: la delimitación del espacio de competencia y la extensión correlativa de la clientela potencial; la modificación del modo de producción del saber sexológico y, por último, el paso de un control eminentemente represivo a un control fundamentalmente pedagógico.
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Las «disfunciones sexuales»
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Básicamente, la protosexología se centraba en los diferentes obstáculos que se presentaban al óptimo funcionamiento de la sexualidad reproductiva: enfermedades venéreas, «aberraciones sexuales», técnicas contraceptivas (que solían estar estrechamente ligadas a los obstáculos precedentes). Focalizada de esta manera, la primitiva sexología no se diferenciaba claramente de la psiquiatría, de la medicina legal, de la urología, etc. Por el contrario, la sexología actual afirma continuamente su autonomía frente a disciplinas, como las que actualmente se denominan: psiquiatría, medicina legal, neurología, urología, dermato-venerología, endocrinología, ginecología-obstetricia, medicina psicosomática... Aunque se apropia de muchos de los resultados obtenidos en esas disciplinas. La razón de su afirmación radica en que la sexología moderna ha sabido definir el objeto principal de su problemática —el orgasmo— y su norma fundamental —«el orgasmo ideal»— de una manera positiva y minuciosa. Por lo demás, la protosexología pretendía estudiar (y a menudo combatir) anomalías, aun cuando no alcanzaba sino a aclarar de una forma velada la norma que planteaba (fundamentalmente, el coito heterosexual reproductivo). Sin embargo, la orgasmología sigue otros derroteros: comienza elaborando su norma y después «deduce» de ella las anomalías que asegura estar dispuesta a curar. Ahora bien, puesto que la norma —por ejemplo, «el orgasmo ideal» de la «Constitución» de Masters y Johnson— representa un objetivo a menudo empíricamente inaccesible, las anomalías resultan ser bastante numerosas. Pero subrayemos que los sexólogos modernos no convierten las «anomalías» en «aberraciones». De hecho, sustituyen la tajante oposición entre normalidad y anormalidad por un proceso continuo de disfuncionamiento. Respecto a la norma que establece el orgasmo sublime, todos somos «disfuncionantes sexuales» virtuales o declarados. Todo ello hace que, de una forma nada desdeñable, la clientela potencial de los sexólogos adquiera mayores dimensiones; clientela que, en sus orígenes, comprendía sobre todo a los perversos recalcitrantes y a los aquejados de enfermedades venéreas. Por otra parte, la clientela real parece modelarse progresivamente sobre esa clientela potencial. Además, las apreciaciones protosexológicas son relativamente accesorias para los orgasmoterapeutas: las enfermedades venéreas se orientan hacia los servicios de demato-venerología; las «aberraciones» se dejan en manos de los psiquiatras, los psicocirujanos y, en menor medida, de los psicoanalistas y terapeutas comportamentales. Por el contrario, la «necesidad» de una terapia sexual que a menudo se hace patente en los consultorios de medicina general, a los ginecólogos, a los consejeros matrimoniales e, incluso, ante ciertas autoridades religiosas,[44] se convierte cada vez con más frecuencia en «preguntas» directamente dirigidas a «sexólogos» dotados de conocimientos especializados, quienes se apoyan, para poner en práctica sus tratamientos, en instituciones dedicadas a proporcionar atenciones específicas: las clínicas del orgasmo.
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Los laboratorios del orgasmo
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Si bien, de forma inapelable, los conocimientos empíricos y teóricos en torno a la sexualidad se siguen produciendo y recopilando en las consultas de medicina general, en las de los ginecólogos, en los hospitales y prisiones, los centros de desarrollo del saber sexológico son cada vez en mayor medida las clínicas y los laboratorios del orgasmo. De hecho, en esos centros especializados es posible poner en práctica técnicas de investigación sumamente refinadas que necesitan un equipo de precisión (de telemedida, de falometría…)[45] Igualmente, y con mayor facilidad que en los espacios no especializados, se han podido controlar sistemáticamente las variables experimentales y, con ello, establecer enunciados científicos y estadísticas más precisos y fiables. Esta división del trabajo, parecida en muchos aspectos a la que afecta a otras ramas del conocimiento, se acompaña de una especialización de las diversas funciones. Así, los centros de «investigación fundamental» tienden a monopolizar las funciones de innovación científica y de la terapia avanzada, dejando para otros medios menos especializados las terapias comunes, la divulgación y la prevención. Kinsey, que en algunos trabajos de investigación se anticipó a Masters y Johnson, ya había intuido esta evolución: él mismo hubiera deseado proseguir sus investigaciones sobre el orgasmo en el laboratorio con el fin de consolidar el fundamento experimental (y la legitimidad científica) de la sexología médica e, incluso, de la sociografía de la sexualidad.[46] Masters y Johnson, por su parte, eran perfectamente conscientes del carácter determinante y hasta de la necesidad insoslayable, de las investigaciones básicas: así, empezaron sus investigaciones sobre la fisiología del orgasmo en 1954, es decir, cinco años antes de poner en práctica sus orgasmoterapias clínicas.
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El orgasmólogo, como programador
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La protosexología había desarrollado sobre todo su nosografía. Su etiología (por ejemplo, de las «aberraciones» sexuales) era precaria. Por ello, no permitía más que un control a posteriori, fundamentalmente represivo, en estrecha relación con instituciones tales como prisiones o asilos. Pero la orgasmología es mucho más refinada. No ha dejado de mejorar su nosografía, su etiología. Pero sobre todo ha desarrollado medios de control a posteriori y a priori respondiendo a un enfoque básicamente pedagógico: las orgasmoterapias y las profilaxis de las disfunciones sexuales.[47] El primer objetivo del sexólogo moderno consiste en suprimir y prevenir las perturbaciones que afectan a la capacidad orgásmica. Ahora bien, dado que esa capacidad consiste en un material corpóreo pero, sobre todo, en un conjunto de programas, en un logicial (hablando en términos informáticos) del gozo sexual, el orgasmólogo aparece como un programador. Y lo hace sobre dos planos diferentes. En el plano ético: plantea y define una norma simple, el imperativo orgásmico (no ya el derecho al orgasmo, sino el deber del orgasmo), y las condiciones de aplicación de esa norma, que consisten en el respeto de los principios de la «democracia sexual» (contrato sexual, reciprocidad del goce...)[48] En el plano técnico: enseña a sus pacientes la autodisciplina orgásmica (por ejemplo, los recursos táctiles más apropiados para llegar al fin supremo, que es el orgasmo simultáneo), que se verá puesta a prueba dentro del marco de un régimen —como precisan Masters y Johnson— de «libertad vigilada» (véase nota 24). El establecimiento de ese control de enfoque pedagógico favorece el profundizamiento de la tarea sexológica, que se extiende en el tiempo: actos terapéuticos y/o represivos puntuales no serían suficientes; además, conviene prevenir las perturbaciones mediante una educación sexual continua y limitar las recaídas por medio de una vigilancia postcura regular. Pero se extiende, igualmente, en el espacio: el orgasmólogo pretende eliminar no tanto perturbaciones individuales localizadas, como perturbaciones relacionales polimorfas; por eso, le es necesario tratar con conjuntos sociales (la pareja, etc.) y no con individuos, constituyendo, cuando así se requiera, equipos terapéuticos multidisciplinares adaptados a un permanente cambio de objeto y de escala.[49]
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Dicho de una forma concisa, y acentuando un poco las diferencias, podríamos decir que el control sexológico se ejerce cada vez menos sobre la energía (presión, represión), pero cada vez más sobre la información (inculcación pedagógica, programación ético-técnica). Por otra parte, el control se ejerce tanto sobre el placer, como sobre el dolor.[50] O, más exactamente, tiende a soslayar los placeres «perversos», concentrando su atención en la carencia de deseo y en los placeres fallidos. Ahora bien, ese proceso se ve acompañado de profundas transformaciones, de las que no se ha subrayado, suficientemente, su alcance. Aunque no podemos analizarlas en profundidad, señalaremos, no obstante, dos de aquellas consecuencias. La primera consiste en una ostensible «rehabilitación» científica de la prostitución que, bajo el control sexológico, podría —según se nos dice— servir para prevenir o tratar trastornos sexuales en algunos individuos.[51] La segunda consecuencia es aún de mayor impacto. Consiste en una ruptura con la tradicional consideración patológica del onanismo, de la cual Tissot, en el siglo XVIII, había sido uno de sus más ardientes promotores. Sin embargo, Reich, en este aspecto como en tantos otros, aún mantenía una posición ambigua: «Ninguno (de mis pacientes) podía considerarse curado si no era capaz de masturbarse sin experimentar sentimiento de culpa (...). De cual quier manera, espero que esto no se confunda con la “terapia de la masturbación” superficial preconizada por numerosos “analistas salvajes”[52] ya que no tiene nada que ver con ella». Por lo que se refiere al tono de Cooper, es más decidido, aun que menos grandilocuente: «No podemos amar a otro más que con la condición de amarnos a nosotros mismos hasta el punto de masturbamos verdaderamente; es decir, hasta el orgasmo. Es necesario haberse masturbado, al menos una vez, hasta la delectación (,..). Buscaremos a los demás cuando estemos dispuestos a ello.»[53] En los escritos de los orgasmólogos contemporáneos, no hay pathos alguno: en ellos se presenta la masturbación como una fuente de gozo a priori normal que puede completar, estimular, catalizar y colmar las otras actividades sexuales; además, puede ser utilizada para curar ciertas perturbaciones, e incluso para prevenirlas (sobre todo, la frigidez).[54]
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El mercado de las distintas terapias
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Acabamos de ver los medios de los que se ha valido el sexólogo para ejercer influencia sobre sus pacientes de una manera a la vez más ineluctable, sutil y penetrante. Lo que nos queda ahora es comprender cómo preserva su influencia de las arremetidas de la competencia, de la vieja o de la nueva escuela. En general, la manera de evitar la competencia consiste en establecer una segmentación funcional del «mercado de las distintas terapias»; de este modo, se protegen las tareas específicas de los diferentes cuerpos de especialistas. Como hemos visto, los sexólogos adquieren una posición preponderante en el «mercado de las terapias sexuales». En la actualidad, consolidan su posición mediante una doble red, discursiva e institucional. De esta forma, se implantan en la enseñanza secundaria e, incluso, en la primaria promocionan do una «educación sexual» que, a menudo, no consiste más que en la inculcación de la vulgata sexológica de moda. Permeabilizan el mundo editorial y, de una manera más generalizada, los mass media contribuyendo a sensibilizar al público en torno a las disfunciones menores y a modelar las jergas sexuales sobre el dialecto sexológico. Incluso desarrollan consultorios sexuales radiofónicos, cuyos testimonios, a veces, evocan las sesiones de autocrítica en las que se regodeaban las sociedades más puritanas. Se agrupan en asociaciones y crean, incansablemente, clínicas del orgasmo destinadas a luchar contra «el azote social que son (en opinión de Masters y Johnson) los desajustes sexuales»[55], cuya atención, quizás, un día sea financiada por la colectividad.
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El psicoanálisis, cada vez más constreñido dentro del «mercado de las terapias sexuales», se ve limitado a concentrarse en lo que P. L. Berger ha denominado «el mercado de la identidad» (identity market)[56] o más exactamente, en lo que a mi juicio sería el mercado de las terapias de la identidad. De hecho, parece que la única contribución «específica» y circunstancial de los psicoanalistas (que desempeñan sus funciones en su consulta o en las clínicas para el tratamiento de las enfermedades mentales, o como médicos psico pedagogos, etc.) es ayudar a sus pacientes a «conocerse mejor» y a «realizarse». En este sentido, hay que admitir que su contribución no es, ni mucho menos, despreciable. Sin embargo, aunque los psicoanalistas se encuentran bien implantados en ese campo, no por ello están a salvo de la competencia. De hecho, en la medida en que el bienestar corporal y la aptitud para integrarse sin dificultades en los grupos sociales y la facilidad de «comunicarse» se convierten en nuestra sociedad en garantes fundamentales de la identidad, van apareciendo nuevos especialistas que pretenden hacer valer su capacidad de reforzar la identidad de sus clientes por medios no estrictamente logoterapéuticos. Tales especialistas se vinculan, en su mayoría, a lo que en la actualidad se ha dado en llamar «el movimiento del potencial humano». Este movimiento, surgido a comienzos de los años sesenta en los Estados Unidos, ha recopilado todo un arsenal ecléctico de técnicas denominadas «grupos de encuentro», «bio-energía», «gestalt-terapia», etc., que tienen precisamente eso en común, que dan prioridad a la comunicación corporal no verbal y a la comunicación grupal. En este sentido, los «potencialistas» no se orientan tanto hacia el mercado de las terapias de la identidad como hacia un mercado emergente que se podría denominar el mercado de las terapias de la comunicación y de la conciencia corporal.[57] Comoquiera que sea, la especialización funcional que se tien de a instaurar en el mercado de las terapias no significa que no se puedan establecer relaciones de complementariedad, en la actualidad, entre sexólogos, psicoanalistas y potencialistas. Por no poner más que un ejemplo, diremos que, actualmente, algunos orgasmoterapeutas intentan integrar en sus tratamientos procedimientos tomados de los potencialistas, e incluso de los psicoanalistas.»[58] Por otra parte, diversas combinaciones de los procedimientos de la orgasmoterapia y de algunas técnicas desarrolladas por los potencialistas podrían resultar «fructíferas» en la medida en que, al permitir terapias más rápidas y colectivas (por ejemplo, el tratamiento de varias parejas a un tiempo), pueden facilitar el despliegue de economías de escala que abaratarían los costos, así como la adaptación de la oferta terapéutica a una demanda que crece constantemente. Los «sexólogos salvajes» y otros «sexólogos de la última hornada » formados sobre el terreno (político) parecen mostrar una verdadera avidez por ese tipo de combinaciones.
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Notas
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[1] S. FREUD, Trois Essais sur la théorie de la sexualité (1905), París, Gailimard, colec. «Idées», 1963, pág. 165. Las referencias a los trabajos de Lindner (1879) se encuentran en las páginas 72-73 y 179.
[2] H. KAAN, Psychopatia sexualis, Leipzig, Voss, 1844, 124 págs. Véanse, sobre todo, las páginas 34, 41-43, etc., en las que Heinrich Kaan asigna a la copulatio ortodoxa y a las aberrationes un origen común, el instinto sexual (que él designa indistintamente con las expresiones: nisus sexualis, instinctus sexualis, Geschlechtstrieb, Begattungstrieb).
[3] R. (von) KRAFFT-EBING, Psychopatia sexualis (1886), traducción francesa de las ediciones 16 y 17 alemanas, París, Payot, 1969. En esta traducción se da una imagen deformada de la edición original (Stuttgart, F. ENKE, 1886) pues incluye los sucesivos añadidos de Krafft-Ebing, pero también las adiciones y correcciones muy importantes de Albert Moll.
[4] Parece que fue en los años veinte (véase The Oxford English Dictionary), cuando comenzaron a extenderse los vocablos «sexology», «sexological», «sexologist». Ahora bien, cabe preguntarse si un autor, como Augusto Comte en la sociología, formuló el término «sexología» («sexology», «Sexologie», etc.) con conciencia clara de que al hacerlo estaba dando a luz una ciencia nueva. No estoy en condiciones de responder, por el momento, con suficiente convicción a esta pregunta. Sin embargo, puedo aportar las dos apreciaciones siguientes:
El término «sexology» aparece, en 1867, en el título de una obra —que no he podido consultar— de Elizabeth OSGOOD GOODRICH W., Sexology as the Philosophy of Life, Chicago, J. R. Walsh, 1867.
Por otra parte, y esta apreciación probablemente sea mucho más significativa desde el punto de vista de la historia de la sexología, la expresión «sexualogy» aparece por primera vez en un párrafo de la obra escrita en 1885) The Ethic of Freethought (Londres, T. F. Unwin, 1888, pág 371) del estadístico y eugenista socialista inglés Karl PEARS0N: «Hasta que las investigaciones históricas de Bachflen, Giraud Teulon y Mc Lennan, junto con los estudios antropológicos de Tylor y Ploss, no sean completadas con una minuciosa investigación de las con secuencias sanitarios y sociales en anteriores períodos del desarrollo de la sexualidad y hasta que no contemos con suficientes datos sobre los resultados médico-sociales de las diferentes manifestaciones —normales y aberrantes— de las relaciones sexuales, no estaremos en condiciones de sentar las bases reales de una ciencia de la sexología».
[5] En su obra capital de 1942, muy diferente de la de 1927, aunque lleven el mismo título, La Fonction de l’orgasme (París, L’Arche, 2. edición, 1970, pág. 12) (trad. cast.: La función del orgasmo, Barcelona, Paidós, 3. reimpresión en España, 1987). REICH propone periodizar sus propias investigaciones de la manera siguiente: «La economía sexual nació en el marco del psicoanálisis freudiano, entre 1919 y 1923. Pero hacia 1928 se separó de su fuente de inspiración original, aunque mi propia exclusión de la organización psicoanalítica no haya tenido lugar hasta 1934. (...) El descubrimiento de la verdadera naturaleza del poder orgásmico, la parte más importante de la economía sexual, que tuvo lugar en 1922, llevó al descubrimiento del reflejo orgásmico en 1935 y al hallazgo, posterior, de la radiación del orgon en 1939...».
[6] A. C. KINsEY et al., Le Comportement de l’homme (1948), París, Ed. du Pavois, 1948.
[7] Sin duda, autores bastante anteriores a Reich y a Kinsey, particu larmente el doctor Félix Roubaud, ya habían propuesto descripciones bastante precisas del orgasmo, pero éste aún no tenía el valor de patrón de medida y de normal central que habría de tener posteriormente. Rou baud describía de la siguiente manera el «orgasmo venéreo» durante el coito (ponemos el acento sobre esta restricción que Kinsey y otros de jaron de lado): «La circulación se acelera (...) Los ojos, inyectados en sangre, parecen salirse de las órbitas (...). La respiración, jadeante y entrecortada en algunos, se interrumpe, en otros (...). Los centros nerviosos, congestionados (...) no comunican más que sensaciones y voliciones difusas: la movilidad y la sensibilidad muestran un desorden inefable; los miembros, presa de convulsiones y, a veces, de calambres, se agitan en todas las direcciones o se extienden rígidos, como barras de hierro; las mandíbulas, fuertemente apretadas, hacen rechinar los dientes y algunas personas llevan el delirio erótico hasta tal punto que, olvidándose del compañero de placer, muerden hasta hacer sangrar el hombro que se haya tenido la imprudencia de dejar a su merced. Ese estado frenético, esa epilepsia y delirio, normalmente duran poco; sin embargo, dura lo suficiente como para agotar las fuerzas del organismo, sobre todo del hombre en quien esa sobreexcitación se termina en una evacuación de esperma, más o menos abundante...», etc. (Traité de l’impuissance et de la stérilité chez l’homme et chez la femme, París, Bailli 1855, pág. 39.)
[8] S. FREUD, Introduction á la psychanalyse (1915-1917), París, Payot, 1974, pág. 344.
[9] W. REICH, La Fonction de l’orgasme, op. cit., pág. 291. (Traducción castellana: ibid.)
[10] A. C. KINSEY et al., Le Comportement sexuel de la femme (1953), París, Amiot-Dumont, 1954, págs. 60-61 y 117.
[11] Véanse dos de nuestros artículos donde se han precisado los procesos sociales que han favorecido el reforzamiento del poder sexológico y donde se analizan, sobre todo, la constitución de la norma del «orgasmo ideal», y la correlación entre la productividad orgásmica y la comunicación, la «regla del toma y daca del gozo en la relación sexual»: A. BÉJIN, «Crises des valeurs, crises des mesures», Communications, n. 25, junio de 1976, págs. 39-72 (y, sobre todo, págs. 53-56, 64); A. BÈJIN, M. POLLAR, «La rationalisation de la sexualité», Cahiers Internationaux de sociología, vol. LXII, 1977, págs. 105-125.
[12] Parece que Reich fue el inventor de la expresión «orgasmoterapia». Véase La Fonction de l’orgasme, op. cit., pág. 143. (Trad. castellana: ibíd.)
[13] Para un análisis sociológico de las nociones de «servicio» y «servicio personalizado» (personal service), véase, sobre todo: T. PARSONS, Eléments pour une sociologie de I’action, París, PIon, 1955, páginas 183-255; E. GOFFMAN, Asiles (1961), París, Edic. du Minuit, 1968, págs. 375-438.
[14] S. FREUD. «Si se quiere obrar con acierto, conviene limitar la elección a personas que se encuentren en un estado normal (!) (...). La psicosis, los estados de confusión mental, las melancolías profundas—que yo calificaría de casi tóxicas— no son competencia del psicoanálisis, al menos tal y como se practica hasta ahora» («De la psychotérapie» (1904), en La Technique psychanalytique, París, PUF, 5. edic., 1975, pág. 17). W. H. MASTERS, V. E. JOHNsON: «La Fundación [sostenemos] acoge de buen grado a los pacientes afectados de neurosis. pero rechaza a los psicóticos» (Les Mésententes sexuelles (1970), París, R. Laffont, 1971, pág. 29).
[15] Véase E. GLOVER, Technique de la psychanalyse (1955), París, PUF, 1958, pág. 484.
[16] MASTERS y JOHNSON (Les Mésententes sexuelles, op. cit.) proponen la siguiente nosografía, a la que parece reconocérsele su «autoridad». Principales «disfunciones» masculinas tratadas: 1) eyaculación precoz («se considera eyaculación precoz el caso de un hombre que, en más del 50 % de sus relaciones sexuales, se retira antes de haber satisfecho a su pareja», pág. 95); 2) ausencia de eyaculación (perturbación relativamente rara); 3) impotencia primaria (falta de erección o experimentada sólo durante escaso tiempo de modo que «el impotente primario nunca en su vida (...) haya podido realizar el coito, ni con un hombre ni con una mujer», pág. 131); 4) impotencia secundaria («consideramos impotente secundario al hombre que en un 25 % de de los tratamientos a seguir, en la mayoría de los casos, son el resultado de un «libre acuerdo entre los terapeutas y sus pacientes. En general, los terapeutas son médicos aunque puede los casos no llega a la realización del coito», pág. 147); 5) dispareunia masculina. Principales «disf unciones» femeninas tratadas: 1) disfun cionamiento orgásmico primario («la mujer que nunca ha tenido un orgasmo», pág. 211); 2) disfuncionamiento orgásmico contingente (liga do o no a una o varias prácticas sexuales concretas, véase pág. 244); 3) vaginismo; 4) dispareunia femenina.
Hemos de subrayar que ambos sexólogos norteamericanos han sus tituido la denominación habitual de «frigidez» («permanente» versus «circunstancial», véase J. WOLPE, Pratique de la thérapie comportemen tale (1973), París, Masson, 1975, pág. 166) por la de «disfuncionamiento orgásniico» («primario» o «contingente»). Parece ser que por «pudor». Pero ¿por qué no han experimentado la misma necesidad de cambiar la denominación de las «impotencias»?
[17] Freud justificaba esa retribución porque al igual que el cirujano (este tema se retorna en varias ocasiones a lo largo de sus escritos) el psiconalista proporciona un trabajo especializado, aportando un apreciable servicio a sus pacientes. Pero sobre todo él afirmaba que «un tratamiento gratuito provoca un enorme aumento de las resistencías» a causa de la intensificación de la transferencia erótica, de la «rebelión contra la obligación del reconocimiento» y de la disminución de los deseos de culminar la curación («Le début du traitement» (1913) en La Technique psychanalytique, op. cit,, págs. 90-93). Sin tantas con templaciones, los sexólogos consideran obvio que, en nuestra sociedad mercantil, se les retribuyan sus servicios. Subrayan, además, una ventaja en tal retribución: «la fuerte motivación de las parejas (sometidas a terapias de dos semanas con Masters y Johnson) que aceptan pagar 2.500 dólares, más los gastos de hotel y viaje, sin la posibilidad de obtener ingreso alguno durante ese tiempo» (W. PASINI en O. ABRAHAM, W. PASINS (ed., Introduction a la sexologie médicale, París, Payot, 1975, pág. 369).
Por otra parte, psicoanalistas y sexólogos, filántropos a horas fijas, también tienen sus «pobres». A tenor de un conjunto de datos dispersos y difícilmente controlables, se puede estimar la proporción de tratamientos «gratuitos» en relación al conjunto de tratamientos realizados, entre un 15 % y 20 % para Freud (véase La Technique psychanalytique, op. cit., págs. 62, 85, 91), entre un 20 % y un 25 % para Masters y Johnson (véase Les Mésentenles sexuelles, op. cit., pág. 324; W. PA SINI, en G. ABRAHAM, W. PÁ5INI (ed.), op. cit., pág. 369). Pero esas «obras de caridad» no son tau «gratuitas» como parecen, ya que suponen un triple interés para los terapeutas que las realizan al permitir:
1) perfilar nuevos métodos de tratamientos (véase W. H. MASTERS y Y. E. JOHNSON, op. cit., pág. 324); 2) tener acceso a casos atípicos y, por tanto, científicamente «interesantes»; 3) preparar la adaptación de las técnicas terapéuticas al «mercado» previsible en el futuro; es decir, a una clientela menos adinerada y menos instruida que algún día se «beneficiará» de la «democratización» de los tratamientos.
[18] S. FREUD, Ma pie et la psychanalyse (1925), seguido de: Psychanalyse et Médicine (1926), París, Idées-Gallimard, 1975, págs. 87, 157 (véanse también, págs. l74 «No sólo estoy de acuerdo, sino que me parece una exigencia, que el médico, en cada caso que se someta a análisis, empiece por hacer un diagnóstico. La mayoría de las neurosis con las que nos encontramos son, afortunadamente claramente psicógenas... Una vez lo haya constatado el médico, puede, con toda tranquilidad, dejar que el tratamiento lo lleve a cabo el analista no médico.»)
[19] W. H. MASTERS, V. E. JOHNSON, Les Mésententes sexuelles, op. cii., pág. 25.
[20] S. Freud, La technique psychanalytique, op. cit., págs. 7, 17-18,90-93. Véase también, W. REIcH, La Foiwtion de l’orgasme, op cit., pág. 64. (Trad. cast.: ibid.)
[21] W. H. MASTERS, V. E. JOHNSON, Les Mésentestes sexuelles, op. cit., pág. 29.
[22] Sobre la importancia de la «fe expectante», de la «confianza», del reconocimiento de la «autoridad» del analista, véase: S. FREUD, La Technique psychanalytique, op. cit., págs. 10, 29-30.
[23] «La regla fundamental del análisis (es): decirlo todo (...). En la confesión, el pecador dice lo que sabe; en el análisis, el neurótico debe decir aún más.» (S. FREUD, Psychanalyse et Médicine, op. cit., pág. 102.)
[24] Para Freud, tales prohibiciones deben afectar a algunas satisfacciones sexuales del paciente que se sustituirán por sus síntomas («regla de la abstinencia»), a algunas lecturas (por ejemplo, de obras psicoanalíticas), y a algunas decisiones importantes de orden profesional o conyugal (S. FREUD, La Technique psychanalytique, op. cit., págs. 22, 71, 96, 112, 135). En. la terapia de Masters y Johnson, las prohibiciones afectan, fundamentalmente, a ciertas confidencias entre los cónyuges durante la cura, pero sobre todo a la búsqueda prematura, no gradual, del orgasmo, porque de ese modo podría reaparecer la angustia asociada a la perturbación que es objeto de tratamiento. Es en este sentido en el que los dos orgasmólogos hablan de un «régimen de libertad vigilada»...(W. H. MASTERS, V. E. JOHNSON, Les Mésententes sexuelles, op. cit., págs. 39, 109, 282.)
[25] Para el psicoanálisis, véase S. FREUD, La Technique psychanalytique, op. cit., pero también: «Analyse terminée et analyse interminable» (1937), Revue française de psychanalyse, t. II, n. 1, 1939, páginas 3-38. Este artículo, escrito por Freud dos años antes de su muerte, es importante porque traduce, en función de los resultados del psicoanálisis, una desilusión que algunos han querido asociar a un sentimiento de fracaso. Véase, también: E. GLOVER, Techniques de la psychanalyse, op. cit. (sobre todo, las págs. 193-215 y 303-416); para algunas definiciones (por ejemplo, «atención fluctuante», «perlaboración», etc.), J. LAPLANCHE, J.-B. PONTALIS, Vocabulaire de la psychanalyse (1967), 3. cd., París, PUF, 1971, 525 págs. Para las terapias comportarnentales y sexológicas, véase: J. WOLPE, Pratique de la thérapie comportementale, op. cit.; el corto artículo, sintético y virulento, de H. J. EYSENCK, «La thérapeutique du comportement», La Recherche, o. 48, set. 1974, páginas 745-753; W. H. MASTERS, V. E. JOHNSON, Les Mésententes sexuelles, op. cit.,; W. PASINI en G. ABRAHAM, W. PASINI (ed.), Introduction la sexologie médicale, op. cit., págs. 364-382.
[26] MASTERS y JOHNSON, por ejemplo, no lo han establecido formalmente. J. WOLPE, por su parte, les reprocha no ser «claramente conscientes de los principios de condicionamiento que ponen en juego» (Pratique de la thérapie comportementale, op. cit., pág. 163).
[27] Ese atrevido circunloquio genealógico se inspira en WOLPE, op. cit., págs. IX, 2-8, 209.
[28] H. J. EYSENCK, op. cit., pág. 745.
[29] 29. J. WOLPE, op. cit. pág. 9.
[30] Recientemente, he reorganizado las taxinomias elaboradas por los propios terapeutas comportamentales, con el fin de hacer más comprensible la lógica de su práctica. Así pues, hemos de señalar que las terapias concretas, a menudo consisten en combinaciones eclécticas de los métodos aquí definidos.
[31] La inmersión consiste en imponer de una manera brutal al paciente —en un medio natural o artificial, con la ayuda de evocaciones verbales, visuales, etc.— los estímulos ansiógenos. Véase J. WOLPE, op. cit., págs. 186-193; H. . EYSZNCK, op. cii., pág. 746. En el método de insensibilización, en primer lugar el terapeuta establece toda una jerarquía de estímulos (imaginarios o extraceptivos) que provocan en el paciente una ansiedad cada vez mayor, luego se los ofrece al paciente por ese orden, esforzándose por obtener cada vez un estado de relajación satisfactorio. Véase J. WOLPC, op. cit., págs. 91-155; H. J. Er SENK, op. cit., págs. 746-747. La «rectificación de las concepciones equivocadas», la «incitación a la afirmación del yo» (J. WOLPE, op. cit., págs. 51-90), en mi opinión, se semejan bastante a la técnica de insensibilización.
[32] Esta terapia consiste en asociar sistemáticamente estímulos no ciceptiyos (shocks eléctricos, eméticos, etc.) a ciertas «respuestas» (muy frecuentemente, al alcoholismo, toxicomanía, homosexualidad, traves tismo, fetichismo...), de forma que esas «respuestas», que en un prin cipio son ansiógenas, acaban por debilitarse y, después, por desapa recer. Véase J. WOLPS, op. cit., págs. 207-218; H. J. EYSENCK, op. cit., págs. 747-748.
[33] Véase J. WOLPE, op. cit., págs. 217-218, 226-228; H. J. EYSENCK, op. cit,, págs. 747-748.

[34] Véanse las estadísticas, pero tambi6n las autocríticas (relativas a las tasas de recaídas en la «impotencia secundaria») de MASTERS y JOHNSON, op. cit., págs. 321-335. ¿Se han leído alguna vez páginas similares en los escritos psicoanalíticos más renombrados?

[35] Véase: J. WOLPE, op. cit., págs. 94-103, 115-130; 136-140, 175-180.
[36] Por una parte, Reich consideraba que la «rigidez muscular es el lado somático del proceso de repulsión y la base sobre la que se sustenta» (La Fonction de l’orgasme, op. cit., pág. 237); por otra, que «la rigidez muscular puede ocupar el lugar de la reacción de angustia vegetativa; en otras palabras, la misma excitación que en caso de parálisis provocada por el pánico se retira en el centro del organismo forma, en caso de rigidez, una coraza muscular superficial del organismo» (L’Analyse caractérielle, 1. ed., 1933; 3.’ cd., 1949; París, Payot, 1971, pág. 291). Uno de los principios fundamentales de su «vegetoterapia» era, en consecuencia, que, para «disolver» las resistencias y la angustia era absolutamente necesario destruir las «corazas musculares» que hacen las veces de bastiones, de boyas de amarre de aquéllas.
[37] «No conviene negar el valor del método catártico alegando que se trata de un método sintomático, pero no causal. De hecho, una terapia causal es generalmente de orden profiláctico exclusivamente. Así, excluye cualquier proliferación ulterior de los perjuicios, sin que destruya, necesariamente, lo que los factores nocivos ya han causado. En general, hace falta una segunda intervención, para que esta última tarea se vea culminada.» (S. F en Études sur l’hystérie (1895), París, PUF, 4.’ cd., 1973, págs. 210-211.)
[38] H. J. EYSENCK, op. cit., pág. 751.
[39] «Podría decir que es necesaria una cierta agudeza de oído para entender el lenguaje del reprimido inconsciente (...). Hay que esperar el momento oportuno para comunicar la interpretación que de sus palabras se hace, al paciente, si se quiere ver la tarea rematada por el éxito. —es el momento propicio?— Eso es una cuestión de tacto.» (S. FREUD, Psychanalyse et Médecine, op. cit., págs. 143-144.) Pero no hay rastro de exigencia alguna de olfato. ¿Es necesario? Al fin y al cabo, el dinero no tiene olor.
[40] W. Rzicn, La Fonction de l’orgasme, op. cit., págs. 47, 73. (Trad. cast.: ibíd.)
[41] S. Fzaun, «Analyse termináe et analyse interminable», op. cit., págs. 32, 35, 14, 16.
[42] A este respecto, véase 1-1. J. EYSENCK, op. cit., págs. 749, 753.
[43] «A decir verdad, los analistas “salvajes” causan más perjuicios a la causa del psicoanálisis que a sus enfermos» (S. FREUD, La Technique psychanalytique, op. cit., pág. 42. Recuérdese lo que decía Freud de la eficacia del psicoanálisis y se comprenderá en qué medida el análisis «salvaje» puede perjudicar al análisis «cultivado».

[44] W. PASINJ (en G. ABRAHAM, W. PASINI (ed.), op. cit., págs. 97, 101) ofrece, por ejemplo, los datos siguientes (difícilmente verificables):los médicos de la RFA consideran que el 25 % de sus pacientes sufren perturbaciones de tipo sexual; en los Estados Unidos de América, son las autoridades religiosas —y no los médicos— quienes son con mayor frecuencia (en el 60% de los casos) consultados en primer lugar en lo que atañe a los problemas sexuales
[45] W. H. MASTERS, Y. E. JOHNSON, en su primera obra (Les Réactions sexuelles, 1966, París, R. Laffont, 1968, pág. 39) señalan que «el material para el coito artificial (que han utilizado) ha sido creado por radio-físicos. Los penes son de plástico y tienen las mismas propieda-des ópticas que el cristal. La proyección de luz fría permite la observación y la toma de datos sin distorsiones». Por su parte, los responsables de la edición francesa, encontrando demasiado escueta esta descripción, añadieron de su cosecha algunos comentarios líricos. «A algunas mujeres solitarias (MASTERS y JOHNSON) les han dado útiles de plástico que ellas introducían en sus vaginas. Gracias a la lupa del colposcopio, a través del cilindro transparente, aquéllos pudieron seguir los cambios de color en la mucosa y el proceso de secreción» (op. cit., prefacio, pág. 9). E incluso reprodujeron en la anteportada: «El centro donde trabaja el doctor Masters está equipado con un material ultramoderno. Para sus experimentos emplea ciertas técnicas de telemetría médica como las que se utilizan para el control a distancia de la salud de los astronautas.» ¡Hay que ver a dónde han «llegado» los programas espaciales!
[46] Véase, sobre este aspecto: W. B. POMEROY, Dr Kinsey and the Institute for Sex Research (1972), Nueva York, Signet Books, New American Library, 1973, págs. 176-185.
[47] Algunos terapeutas del período preorgasmológico ya tenían conciencia de la finalidad pedagógica de los tratamientos que preconizaban. Así, Albert Moil había establecido, para el tratamiento de las «perversiones sexuales», una «terapia de asociación» que tenía, como él mismo escribió, «una gran similitud con la pedagogía». Para designar ese método —que recurre, aunque de forma no sistemática, a las diferentes técnicas de la terapia comportamental—, A. Moil había concebido las expresiones «terapia pedagógica» y «ortopedia psíquica» (véase A. MOLL, en R. von KRAFFT-EBING, op. cit., págs. 763.781).
[48] Sobre los principios de la «democracia sexual», y sobre todo sobre las múltiples aplicaciones de la «regla de la reciprocidad de gozo», véase A. BéJIN, M. POLLAK, «La rationalisation de la sexualité», op. cit., págs. 116-125.
[49] Esta evolución podría muy bien conducir, en un futuro más o menos lejano, a una política de sectorialización de este tema. Por otra parte, una sociedad con una «sexología sectorializada», quizás estaría igualmente caracterizada por los rasgos siguientes: expresaría la producción orgásmica según un determinado número de indicadores sociales, contabilizaría de forma colectiva los orgasmos, pondría a disposición de sus miembros primas a la reconversión sexual, seguros con tra la impotencia y la frigidez..
[50] La medicina consideraba tradicionalmente a la enfermedad y al dolor como su razón de ser; a la muerte, como el signo enigmático de sus límites; al placer, un mundo del que no era necesario que se ocupase. Pero esta situación se ha modificado durante el siglo xx. La muerte y el placer han sido progresivamente «medicalizados», integrados dentro del ámbito de competencia de la medicina, alcanzando, desde entonces, un status equiparable al que tenían la enfermedad y el dolor. En la actualidad, la muerte se considera, con frecuencia, como una de las grandes disfunciones de la que se pueden atenuar sus efectos negativos y que quizás algún día se podrá «curar». A su vez, el placer «incompleto» se asocia a una disfunción que conviene tratar médicamerite. Es interesante subrayar, por otro lado, que la medicalización de la muerte por los thanatólogos y la del placer sexual por los orgasmólogos son procesos casi coetáneos.
[51] Véase, a propósito de las «virtudes terapéuticas» de las «mujeres sustitutas»: W. M. MASTERS, V. E. JOHNSON, Les Mésententes sexuelles, op. cit., págs. 138-146; W. PASINI, en G. ABRAHAM, W. PASSNS (ed.), op. cit., pág. 367. «Quizás algún día haya un pool de mujeres que vendan sus servicios a los hombres atosigados por problemas sexuales. Pero hoy por hoy, no parece que haya otro remedio que recurrir a una prostituta profesional...» (j. WOLPE, op. cit., pág. 164).
[52] W. REICH, La Fonction de l’orgasme, op. cit., pág. 140.
[53] D. COOPER, Mort de la famille (1971), París, Seuil, 1972, pág. 39.
[54] Véase, entre otros: f. WOLPE, op. cit., págs. 56, 201; W. PASINI, en G. ABRAHAM, W. PASINI (ed.), op. cit., págs. 370-371. Por su parte, la obra de G. TORD1MAN (Le Dialogue sexuel, París, J.-J. Pauvert, 1976, págs. 40, 71-77) explica claramente la nueva vulgata sexológica sobre este tema. La masturbación se presenta, en dicha obra, como la vía privilegiada de la «maduración». Ahora bien, cabe preguntarse si la masturbación no pasará, cada vez en mayor medida, a ser experimentada e interpretada como el fundamento, como la infraestructura de toda la actividad sexual, que tendrá más posibilidades de ser «gratificante» cuanto más sólido sea su fundamento. De cualquier modo, diferentes encuestas de sociografía de la sexualidad ponen de manifiesto el reforzamiento generalizado de ese fundamento (sorprendente, sobre todo, en lo que concierne a las mujeres, ya que, en este aspecto, los hombres ya habían «tomado la delantera»). En todo caso, tal cir cunstancia iría en consonancia con el estilo de una civilización del self-service (auto-servicio).

[55] W. H. MASTERS, V. E. JOHNSON, Les Mésententes sexuelles, op. ciT., pág. 335. La mención de una «miseria» que hay que erradicar, de un «azote» al que hay que combatir, es un leitmotiv igualmente caro a otros preconizadores de terapias. FREUD (La Technique psychanalytique, op. cii., pág. 40) evocaba la «inmensa miseria neurótica que se extendía por la Tierra». Según REICH (L’Analyse caractérielle, op. cii., pág. 457), «del mismo modo en que el bacteriólogo cifra la tarea de su vida en la erradicación de las enfermedades contagiosas, el orgonomista médico se esfuerza por penetrar la naturaleza de la peste emocional y por combatirla en todas sus manifestaciones. El mundo se acostumbrará a esta nueva disciplina médica. Los hombres aprenderán a reconocer la peste emocional en sí mismos y en el mundo exterior y recurrirán a los centros de investigación antes que a las comisarías, al juez de paz o a los líderes de los partidos», Este tipo de argumentación ha servido, a menudo, en el pasado, para justificar (véase la tradición «filantrópica») políticas de asistencia que se transformaron en una administración tutelar de diversas «indigencias»: materiales, psicológicas... ¿Qué será lo que le deparará el futuro a esa nueva «indigencia», ese «azote», durante tanto tiempo larvado, que es la ineptitud sexual?
[56] P. L. BERGEX, «Towards a sociological understanding of psychoanalysis», Social Research, vol. 32, n.° 1, primavera 1965, págs. 26- 41 (y, sobre todo, págs. 35 y sigs.).
[57] En torno a estos dos aspectos, véase: A. BÉJIN, «Les thérapies de l’identité, de la sexualité, de la communication et de la conscience corporelle», Cahiers internationaux de sociologie, vol. LXIII, 1977, págs. 363-370.
[58] 58. Véase W. PASINI, en G. ABRAHAM, W. PASSNI (ed.), op. cit., págs. 373-379.
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Tomado del libro Sexualidades Occidentales por P. Ariès & A. Bejìn. Formato digital disponible en internet http://www.galeon.com/elortiba/pensar.html

Género y arrobas


por Javier Arias Navarro (1)


1. Ocasión

Tal vez no sea mal momento para volver sobre algunas cuestiones lingüísticas que parecen preocupar y hasta enardecer a muchos de los legos en la materia, como la misma del género gramatical y los sexos, ahora que entre gentes revoltosas e incluso de las que se dicen todavía revolucionarias se ha extendido con todos los rasgos de la plaga de la moda el uso generalizado - e iremos viendo que tan indiscriminado como falto de fundamento - de expresiones como "compañeras y compañeros" (o su variante "compañeros / -as"), así como el empleo del signo gráfico, rescatado por la informática anglosajona para indicar, originariamente, la preposición "at" en las direcciones de correo electrónico, de la antigua medida de peso de la arroba, de modo que leemos a cada paso en publicaciones pretendidamente rebeldes al régimen cosas como "amig@s" o "querid@s soci@s" (la manía es de tal vigor que hasta he podido localizar la extensión a vocablos de una sola terminación genérica en español, como en los herederos de los participios de presente o de los adjetivos de dos terminaciones latinos: así, ¡oh, maravilla!, nos topamos con "insurgent@s"). Trataremos de hacer ver, con tanta nitidez como nos sea posible, que detrás de dichas prácticas se esconden errores conceptuales gravísimos, referentes a la condición del lenguaje y de las lenguas, así como a las presuntas relaciones entre el sistema lingüístico y la sociedad. No se hará en este escrito, para no entorpecer demasiado la lectura, más uso de tecnicismos que el estrictamente necesario; sin embargo, como otro de los factores que sin duda contribuyen a la confusión que reina por doquier en estos asuntos es una visión excesivamente parroquial - producto, muchas veces, de no conocer y mostrar interés por más lengua que la propia -, se ofrecerán ejemplos de diversas lenguas, a fin de que, con una mayor amplitud de miras, los lectores puedan situarse en un plano más abstracto, el del pensamiento, a la hora de considerar problemas como los que aquí se apuntarán.

2. Algunas nociones lingüísticas obligadas

En primer lugar, si queremos hablar de modo no mágico acerca de cosa tan compleja como el lenguaje en cualesquiera de sus vertientes, o sobre alguna de las miles de lenguas que todavía se extienden por el globo —en este caso, el español en su estado sincrónico presente—, se habrán de exponer o clarificar algunos conceptos y herramientas de análisis, única garantía de que el discurso subsiguiente esté articulado de manera racional. Nótese, de paso, que ello es lo que en matemáticas se dice una condición necesaria pero no suficiente. Podemos hallar, y así ocurre por lo común, textos con una plétora o sobreabundancia de términos de alguna jerga científica que no busquen sino producir, por ejemplo, el efecto religioso de misterio, u otorgar a su autor los privilegios, o siquiera la aureola, de una presunta supremacía intelectual; lo que es de todo punto imposible es organizar un razonamiento sin análisis alguno, procediendo por meras impresiones, o mediante la asunción inconsciente de ideas dadas que nunca se hacen explícitas. Con frecuencia, por desgracia, la gente se arroga la potestad de hablar sobre asuntos del lenguaje con una ligereza (tornada en pura desfachatez en ocasiones) que ellos mismos seguramente no consentirían al tratar de química o de derecho romano, por ejemplo. No piense, sin embargo, quien nos lea que se emprende aquí la defensa del especialista en materia alguna; no, más bien advertimos que el estudio y reflexión detenida sobre un asunto previene (o debiera, al menos) de algunos de los errores y confusiones más extendidos, prevención que incorpora, de manera natural, por así decir, aquel que puede proclamar de verdad, como Sócrates, "sólo sé que no sé nada", al menos en lo que se refiere a una cuestión concreta. ¡Ya quisieran la gran mayoría de quienes presumen, mientras esbozan un gesto de disculpa falsamente humilde, de no saber nada de cuestiones de lenguaje hallarse de verdad en esa situación! Por el contrario, llevan consigo, de manera inadvertida, un cúmulo de ideas vulgarizadas de la peor clase, de las que configuran el rancio bagaje ideológico con que la gente de a pie se aviene a tratar los asuntos lingüísticos.

2.1. Las oposiciones privativas

Bastará seguramente para los propósitos ilustrativos de este artículo con que nos ciñamos a dos o tres conceptos lingüísticos, entre ellos, como el más importante para lo que aquí nos convoca, el de 'oposición privativa'. Los elementos de una lengua presentan, como ha venido corroborándose ya desde principios del siglo XX, una organización mediante oposiciones, de modo que cada unidad se define en relación a las demás, por referencia a lo que las otras no son. Cada oposición entre dos entidades, tomada aisladamente, obedece a la siguiente lógica: por un lado, tenemos la base común a las unidades de que se trate, sin la cual no podría establecerse una ulterior diferencia —el que dicha base sea exclusiva de los dos términos en cuestión o, por el contrario, sea generalizable a otros casos, permite que hablemos, respectivamente, de oposiciones bilaterales y oposiciones multilaterales—, y, por el otro, hallamos un elemento diferenciador de las mismas. Cuando la oposición se fundamenta en un rasgo cuya presencia o ausencia permite distinguir entre los dos elementos de base común, nos encontramos ante una oposición privativa. Es característico, además, de las oposiciones de este tipo el ser neutralizables; dicho con otras palabras, su validez se anula en determinados contextos lingüísticos. Por tanto, en los contextos de neutralización quedan suspendidas las distinciones de significado derivadas de la diferencia entre los dos términos de la oposición. En lugar de dos unidades, tenemos ahora un solo elemento, identificable con la base común de la oposición. Hablamos entonces de una "archiunidad": cuando ésta se refiere al sistema fonológico, nos hallamos ante un "archifonema"; si es relativa al sistema morfológico, recibe el nombre de "archimorfema". Esto se entenderá mejor con un ejemplo: en la fonología del español distinguimos entre /t/ y /d/, como atestigua el hecho de que podamos establecer pares mínimos como "tía"~"día", vocablos dotados de significado muy distinto en la lengua en virtud precisamente de la oposición entre los citados fonemas, que son, al cabo, lo único en que difieren las dos palabras. Sin embargo, en final de sílaba - lo cual conlleva también en final de palabra, pues todo fin de palabra coincide con el término de alguna sílaba; no obstante, la unidad de referencia para el proceso es la de "sílaba", ya que también opera sobre sílabas que no concluyen palabra - dicho contraste se neutraliza. No cabe oponer "ciudad" a "ciudat"; no nos encontramos ante dos significados diferentes, sino ante uno solo. En tal situación el archifonema no repara en la diferencia entre "sorda" y "sonora"; se atiene únicamente al rasgo de punto de articulación dental (ni siquiera parece que se mantenga el modo de articulación oclusivo como definitorio, pues tenemos casos de aparición de la interdental fricativa /Ø/ en dicho contexto: así, la pronunciación coloquial "Madriz"). No obstante, la archiunidad siempre ha de tener una realización o variante concreta; en muchos casos, la lengua opta por tomar como representante de la archiunidad a una de las dos formas que adopta la oposición cuando está activa. Así, en español diremos siempre, según la norma de realización que rige para contextos de oposición neutralizada, "ciudad", y no "ciudat" (resulta notorio que el uso de los hablantes catalanes es el contrario, pues las reglas en su lengua son otras, y se transplantan a su pronunciación del español), es decir, se adopta la opción sonora sobre la sorda. Designamos como "término marcado" al elemento de la oposición que se realiza tan sólo en los contextos en que ésta se encuentra activa, mientras que damos el nombre de "término no marcado" a la variante que, además de constituir el otro polo de una oposición lingüística, emerge en los casos en que el contraste significativo queda neutralizado o suspendido. En el ejemplo de arriba, /d/ constituye el elemento no marcado (también conocido, a veces, como "extensivo"), en tanto que /t/ representa el término marcado (conocido asimismo como "intensivo"). Veremos en seguida qué han de enseñarnos las definiciones precedentes acerca del problema del género gramatical. Pero antes conviene tener una visión clara de en qué consiste el citado fenómeno.

2.2. ¿Qué es el género en las lenguas?

Eso a lo que llamamos género gramatical no es, en las lenguas que lo tienen, sino una manera determinada de clasificación del léxico o vocabulario semántico con que cuenta el idioma que se considera. En verdad, consiste en una restricción combinatoria por la cual se limita, imponiendo ciertas condiciones, la aparición sintáctica de unidades regidas o dominadas por el elemento que presenta de modo primario la categoría. Por ello se habla a veces del género como una "categoría selectiva": la parte de la oración -en la gran mayoría de las lenguas, y, desde luego, en las nuestras indoeuropeas, el nombre- afectada directamente por el género se adscribe a una de las clases en que éste se divida en el idioma considerado, y sólo podemos averiguar de qué clases se trata atendiendo al entorno lingüístico del elemento en cuestión, y, más en concreto, a los términos inmediatamente subordinados a él. Por lo general, dichos términos presentan algún tipo de marca formal indicativa -de modo notorio, la de concordancia-, aunque ésta también puede faltar; en tales casos, nos hallamos ante lo que se denomina una "categoría latente". En lenguas como el español, las claves para la detección del género nos las proporcionan los adjetivos de dos terminaciones, así como los participios concordados y el artículo. En resumen, podemos decir que el género representa una partición exhaustiva y unívoca del léxico de una lengua en clases de nombres. Dicho de otro modo: no cabe que un nombre no pertenezca a ninguna de las clases fijadas, y, salvo contadísimas excepciones (para las que suele haber una explicación diacrónica), tampoco puede ser miembro de más de una. Estos dos requisitos nos acompañarán en el repaso de las confusiones más flagrantes referidas al género, que iniciamos en el siguiente párrafo.

En lo primero en lo que hay que insistir es en que muchas lenguas carecen de la categoría gramatical de género. Sin ir más lejos, el inglés, donde apenas subsiste, como reliquia del sistema tripartito indoeuropeo, la diferencia de género en los pronombres y adjetivos posesivos de tercera persona (así, por un lado, "his, hers", y, por otro, "his, her, its") y en el pronombre personal de tercera ("he, she, it"), en ambos casos sólo en el singular. En chino, por ejemplo, la clasificación del léxico en clases de nombres según las posibilidades combinatorias de éstos con los diferentes cuantificadores contraviene el requerimiento contra la adscripción múltiple de una unidad. No cabe tampoco aquí, por tanto, hablar de género.

Contra un presunto isomorfismo o reflejo especular de la división de sexos en la gramática - prejuicio que, sin duda, domina a quienes se preocupan en estos tiempos de buscarle las vueltas al género gramatical en su lengua (sin importarles mucho, como veremos, que lo haya siquiera), viniendo a clamar contra el supuesto machismo del idioma, y hasta del lenguaje - se alzan numerosas pruebas. La más trivial de todas, la que nos dicta que, de seguir las lenguas los designios de Natura, todos los idiomas del mundo habrían de tener, en buena lid, la misma clasificación genérica del vocabulario, deudora del plan general de la Vida: tendríamos, según esto, una división entre los dos sexos conocidos (acaso también una clase para andróginos y hermafroditas), en contraste con una clase que englobara a todo lo asexuado, quién sabe si distinguiendo en ello algún otro reino. Claro que no ve uno entonces por qué habría la gramática de prestar a los sexos una atención que, sin duda, no presta a los herbívoros, a los marsupiales, a los estafilococos, o al proceso de partenogénesis. Ya comprenderá el lector que postular semejante clasificación de los nombres, efectuada, al parecer, ad maiorem Linnei gloriam, y pretender, asimismo, su vigencia en todas las lenguas del globo, es delirar. A tal ridículo nos conduce la lógica que sigue el prejuicio sexista sobre el lenguaje. Pero, un momento, ¿no será más bien el dominio social, y no el biológico, el que trae a mal traer a tanto diletante del análisis lingüístico?, ¿acaso es de una estructura social de lo que se pretende deducir, de manera tan mecánica como inmediata, la configuración lingüística? Por más que se modifique el ámbito, natural o social (para quien no cuestione la pertinencia de esta distinción), del que quiera derivarse una categoría lingüística, el guión es el mismo. Se pretende dar con una correspondencia entre las categorías gramaticales y aspectos como la dominación de la mujer (ya que no parece que la preocupación se haga extensiva al contraste entre "charco" y "charca", por ejemplo, o incluso al de animales, como en "gato" / "gata" o, con raíces enteramente distintas - los tradicionales heterónimos -, "yegua" / "caballo"), en un ejercicio de infantilismo comparable a decir, refiriéndonos ahora no a las categorías, sino a las unidades y a su estructuración, que a las sociedades capitalistas les corresponden sistemas vocálicos triangulares, que a las lenguas de sociedades monoteístas les debe faltar en la oposición de número un "dual", o que el orden de palabras en una sociedad de filiación matrilineal debe ser Sujeto-Verbo-Objeto. La simpleza y el carácter falaz del presunto argumento se ponen de relieve con sólo mirar, a nuestro alrededor, el panorama del mundo: ¿Dirían quienes se apegan al pensamiento mágico que aquí criticamos - apego que, no debe dejar de señalarse, viene, en muchos casos, como cuando goza del soporte administrativo oficial, acompañado del manejo de fuertes sumas de dinero - que en la vieja costumbre china de impedir, mediante métodos torturadores como la atadura permanente, el normal desarrollo de los pies en las mujeres no hay nada sexista ni humillante para éstas, puesto que los diversos dialectos chinos carecen de distinción de género? ¿O pensarán acaso que el propio inglés se habla en una sociedad no machista y harto diferente de la que hay entre quienes tenemos, al parecer, la desgracia de distinguir entre "cuchillos" y "cuchillas" o entre "corchetes" y "corchetas"?

No podemos, además, olvidar los casos de lenguas en las que encontramos una división del léxico en clases de nombres que, al tiempo que cumple con los requisitos fijados para hablar de género, obedece a criterios enteramente alejados de cualquier cosa que recuerde al sexo. Así, por ejemplo, en las lenguas de la gran familia bantú, hallamos que los diversos géneros remiten, entre otras cosas, a la forma que adoptan los objetos, cuando se trata de un término no abstracto (de este modo, los objetos planos se agrupan en una clase homogénea desde el punto de vista de la combinatoria sintáctica, e igual sucede con los alargados o los oblongos), o a una clasificación en "cosas" - sirva de ilustración el swahili "hiki kiti" 'esta silla', donde el morfema discontinuo "...ki...ki..." es el indicador de la clase o género correspondiente al sustantivo "ti", al que antecede el demostrativo "hi"; morfema que, por cierto, es recursivo dentro del grupo sintagmático y aun de la frase, como se ve en "hiki kiti kizuri kimevunzika" 'la silla buena se rompió' -, frente a otra que incluye el criterio de 'persona' - caso representado por "ke" 'mujer', que se combina con el indicador oportuno "m" para formar la palabra "mke"; no obstante, y por contradictorio que resulte, este género se extiende a entidades no vivas: de esta manera, tenemos "m-oto" 'fuego' o "m-kno" 'mano'-, y así hasta llegar a una veintena de divisiones diferentes, entre las que se encuentra, además, una relativa a las cualidades (tenemos, en el mismo swahili, el morfema prefijado "u", como en "u-zuri" 'belleza' o "u-jinga" 'locura'). Por su parte, las lenguas algonquinas - una de las grandes familias amerindias - presentan muchas veces situaciones análogas, con un contraste gramatical, fundamentalmente morfológico, entre la clase de lo 'animado' (donde, sin embargo, aparte de animales y personas, se incluyen palabras referidas a cosas como 'olla', 'rodilla' o 'frambuesa') y la de los objetos inanimados (donde, contrariando cualquier suposición de que pudiera darse un tratamiento homogéneo a los recipientes, partes del cuerpo o frutas, se integran palabras como las usadas en dicha lengua para hacer mención a 'cuenco', 'codo' o 'fresa'). Pero no hace falta irse tan lejos. Encontramos también entre nuestras lenguas indoeuropeas ejemplos de sobra que desaniman a seguir pensando acerca de cuestiones de lenguaje en los términos en que lo hacen los diletantes a los que venimos aludiendo. No es ya que se dé una gran disparidad a la hora de adscribir una palabra con la "misma" significación e idéntico referente inanimado o, a lo menos, no personal, como cuando se comprueba que "mundo" es femenino en alemán ("die Welt") o que, en ese mismo idioma, la muerte presenta género masculino ("der Tod") - debe apuntarse, de paso, que la iconografía no se ve por ello necesariamente afectada, como tampoco el distinto género de los astros solar y lunar en dicha lengua con respecto a la española ("die Sonne" y "der Mond") modifica la representación común que de los mismos podamos tener la gran tribu germana y la hispánica -, sino que vocablos cuyo significado se vincula directamente a las características sexuales pueden contradecir dichas notas o cualidades en su adscripción a un género: así sucede con el alemán "Mädchen" 'muchacha, niña', que es neutro, y requiere por ello el artículo "das", lo mismo que "Weib" 'mujer'. ¿O qué decir de la palabra que se refiere a 'sexo', que en español es masculina y en alemán ("Geschlecht") neutra?

2.3. El género en español

Toca ahora recordar muy brevemente la estructura que presenta la categoría del género en español. Como es sabido, de los tres géneros latinos, nuestra lengua conserva únicamente la oposición entre el masculino y el femenino. Ahora bien, la situación que centra las iras de los presuntos rebeldes que han servido de pretexto para este escrito es aquella en que ante una coordinación de sustantivos de ambos géneros el adjetivo que los determina semánticamente (y que está regido desde el punto de vista sintáctico por ellos) cobra la forma de sus usos con masculino, siempre y cuando tenga dos terminaciones. Se dice, por ejemplo, "el horror y la violencia humanos", o "la casa y el jardín abandonados". También sucede lo mismo con los participios concertados, sea con sustantivos comunes, con nombres propios, o con referencias deícticas (esto es, mostrativas) al campo desde el que se está hablando: de ese modo, tenemos "El rector y su esposa han sido secuestrados", "Pedro, Carlos, Julia y Belén acabaron muy cansados" o "Estamos (quienes hablamos en la asamblea, en la que hay mujeres y hombres) indignados". Como es sabido, lo que se produce en contextos como los citados es la neutralización de la oposición de género. En verdad, no cabe hablar ahí de masculino o femenino; sólo permanece activa la base común a la distinción de género - poco importa dilucidar aquí si ésta coincide con el sexo en sí o con la humanidad bruta. Pero esto no es, como ya podrá advertir el agudo lector a estas alturas, sino una muestra más de oposición privativa dentro del sistema de la lengua. Puesto que la forma de los contextos neutralizados coincide con la empleada para el masculino, hemos de considerar a éste el término no marcado dentro de la categoría de género de nuestra lengua. Por su parte, el femenino hace las veces de término marcado, tal y como atestigua su empleo restringido a entornos en que los únicos sustantivos relevantes para la concordancia que se hallan presentes son de ese género.

3. ¿Cómo se ha llegado a la situación actual?

Puede que resulte revelador atender por un momento a la génesis de esta moda o manía de usar el género femenino - ya sea, como en español, coordinado con el masculino, ya, como en inglés, mediante el monopolio de los pronombres y adjetivos posesivos o anafóricos en contextos que exceden, con mucho, el ámbito de empleo apropiado - para casos en que no se encuentra ningún fundamento en la gramática de la lengua. No aprenderemos con ello nada de lingüística o acerca de cualquiera de las lenguas consideradas, de eso no cabe duda, pero acaso logremos detectar las paradas o estaciones del penoso trayecto que conduce hoy día a tanta gente al desbarre en los asuntos que nos ocupan. Pues a veces el rastreo de la suerte y acogida de una idea, con sus idas y venidas geográficas y otros múltiples azares, nos dicen mucho sobre su propia condición: suele éste revelarnos las motivaciones, mayoritariamente infames, y los intereses, casi siempre mezquinos, que se ocultan tras la adopción masiva del concepto de que se trate por parte de un grupo determinado o aun de la sociedad entera. Frente a la pretendida pureza de las ideas destiladas en esa gran falacia que responde al nombre, consagrado por la tradición, de "República de las Letras" (de la cual el mito de un "Panteón del clasicismo" no es sino un perfecto complemento), la inspección detallada que puede llevar a cabo un historiador de las ideas honesto - si hay tal cosa aún por el mundo - nos da cuenta más bien de un compendio de envidias intelectuales, de despechos amorosos que desembocan, por ejemplo, en la falta de traducción de una obra a otra lengua, o de interpretaciones y lecturas de textos según el modelo, bien poco riguroso, que podríamos denominar "arrimar el ascua a mi sardina", tal y como queda ilustrado por la graciosísima (si no fuera porque cada cambio de vocablo en interés propio suele traer consigo una sabrosa hornada de cadáveres de la nueva Causa) suplantación filológica por la que la sentencia atribuida a Tales de Mileto según la cual "todo está lleno de dioses" pasaría a rezar, a los ojos de sectas cristianas con afán proselitista que debían competir con numerosos grupos análogos en la captación del socio, como se dice hoy día, nada menos que "el mundo está animado y lleno de demonios", lema, como se ve, mucho más al propósito para lograr el éxito entre el público. En ese sentido debe tomarse el breve repaso que ahora emprendemos. Es bien sabido que la obsesión procede, como tantas veces, de los Estados Unidos, y, por extensión, del mundo de habla inglesa. Resulta irónico, tanto como, seguramente, ilustrativo de la indiferencia y falta de respeto que las ideologías muestran por la lógica interna de las cosas sobre las que echan sus garras, que las consignas partan de una lengua que, ya ha quedado dicho, carece de la categoría de género. De hecho, sobre el único lugar donde queda en inglés vestigio del género, el sistema pronominal (incluido el uso anafórico) y su extensión a los adjetivos posesivos se ha llevado a cabo en los últimos años ¾ y continúa haciéndose ¾ una cruzada en favor del empleo del elemento de género femenino en todos los contextos en que no esté clara una exclusiva referencia masculina. El único resultado de esto es la incoherencia generalizada. Por ejemplo, en los casos de referencia anafórica a indefinidos como "someone" o "somebody", donde la gramática ordenaba, habida cuenta de la indeterminación genérica de dichos términos, el uso del plural (así, "If somebody tells you so, do not trust them", literalmente 'Si alguien te dice eso, no confíes en ellos', o "Someone must have lost their umbrella", esto es, 'Alguien debe de haber perdido su paraguas [de ellos, referido a "alguien"]'), los diletantes quieren imponer indiscriminadamente el femenino. De igual modo, se pretende que todo posesivo referente a animales, o a sustantivos como "toddler" o "baby", que siempre se han tomado como neutros a estos efectos, presente la forma femenina. La histeria alcanza extremos ante los que no puede uno evitar la risotada. Así, me topo en una revista pornográfica de amplia difusión por aquellos lares (que cuenta además, sin duda, con numerosos lectores y suscriptores entre el profesorado universitario masculino) con que hasta el culo mismo ha de pasar a exigir posesivos y anafóricos de género femenino:

"Mmm, that feels so good my asshole's starting
to throb. I know you won't mind giving her a bit of attention"
(Leg Show,
número de Junio de 2001, página 49).

En español diríamos, con más o menos variedad en la excitación, algo así como

"Mmm, eso sienta tan bien que el ojete de mi culo está empezando a
latir. Sé que no te importará prestarle un poco de atención".

No se piense que se trata de una inadvertencia por parte del redactor, más o menos aislada. Por contra, son publicaciones como ésas las que se ponen, en la medida en que se sienten en el ojo del huracán, a la proa o vanguardia de la cruzada. La reiteración de ejemplos análogos al arriba citado lo corrobora. Como trasfondo de estas prácticas se encuentra la siguiente fantasía: creen estos incautos, de modo harto delirante, que con un incremento estadístico de la aparición de un elemento en el discurso se modifica en algo la estructura de oposiciones en la que se inserta: es como si una vez comprobado que la frecuencia del fonema /u/ es mucho menor en español que la del fonema /a/ pensáramos que la inversión de sus respectivas frecuencias fuera a producir un resultado tan inteligible como el de partida, o más. Cosas así se hacen en juegos y cantilenas infantiles, como cuando se prohíbe decir una vocal a lo largo de un trecho, reemplazándola por otra; pero buscar que ello trascienda al mundo adulto y a cualesquiera contextos lingüísticos es una muestra inequívoca de oligofrenia o, lo que es peor, de estulticia interesada, aunque plena tal vez de dignidad a los ojos de mucha gente en virtud de los pingües beneficios dinerarios que tal actitud reporta a quien la suscribe.

4. Importancia de las categorías

No deben tomarse los desatinos anteriores a la ligera. Son síntoma de un problema mucho más hondo de lo que pudiera uno pensar. Denotan una radical incomprensión del estatuto de las categorías, al tiempo que revelan una ideología muy burda (pero al parecer efectiva, si nos atenemos a su éxito presente) sobre las relaciones entre lenguaje y sociedad, ideología que, tal vez convenga decirlo, es - lo sepan o no quienes están presos de ella - en buena parte heredera o deudora de la teoría del reflejo de Lenin y del desarrollo que de ésta llevó a cabo Nikolai Marr en la lingüística rusa a partir de los años veinte del siglo recién terminado. Según Marr, la estructura lingüística cambia con la estructura de la sociedad y su base económica; llega a hablar, en el summum del delirio (delirio especialmente penoso y triste para quien había llegado a ser un gran conocedor del persa, el georgiano, o el armenio, entre otras muchos idiomas), de "lenguas proletarias" y "lenguas burguesas". Pero volvamos a la cuestión de las categorías. Para ilustrar su importancia, nos serviremos de un ejemplo clásico de Roman Jakobson. Tomemos una frase inglesa como I wrote a letter to a friend ('Escribí una carta a un amigo'). Si un hablante ruso que entienda el inglés la lee o escucha, se queda muy insatisfecho con lo que allí se dice, puesto que le faltan datos que su lengua materna estima cruciales, como si se acabó o no de escribir la carta o si el amigo es hombre o mujer. En efecto, el ruso obliga a pronunciarse entre un verbo perfectivo ("napisat") o uno imperfectivo ("pisat"), al tiempo que fija la diferencia entre 'amigo' y 'amiga' en el lexema ("drug" frente a "padruga"), y no en una moción de género (vale decir, en una alternancia de morfemas). Además, las formas de pasado del verbo ruso, tanto perfectivas como imperfectivas, presentan una concordancia genérica con el campo mostrativo en que se habla. Así, si me llamo Iván deberé decir, si empleo el perfectivo, "Ja napisal", pero si me llamo Irina la forma adecuada para ese mismo aspecto es "Ja napisala" - lo mismo sucede en español entre "vengo cansado" y "vengo cansada", sin ir más lejos. De modo que un hablante ruso debe decantarse entre - por tomar sólo dos ejemplos de los varios posibles - Ja napisal pismo drugu o Ja pisala pismo padrugi. Lo que en el primer caso se dice es, si hacemos explícita toda la información inserta en las categorías, lo siguiente: "yo, varón, escribí y acabé de escribir una carta a un amigo de sexo masculino". Por su parte, la paráfrasis del segundo enunciado ha de adquirir una forma como esta: "yo, mujer, escribí y aún no he acabado de escribir una carta a una amiga". Sin duda podemos expresar idénticos contenidos a los de las frases rusas tanto en español como en inglés, como lo prueba el simple hecho de la explicación o traducción ofrecida. No obstante, lo crucial en lo que aquí nos ocupa es que el hablante ruso está obligado a pronunciarse respecto a dicha información, en tanto que nosotros, aunque podamos, no tenemos por qué - y, es más, en una conversación normal y corriente, no debemos. Tal diferencia reside en la distinta configuración de las categorías: lo que en una lengua se trata como categoría puede ser sólo información optativa en otra. Las categorías establecen, en suma, el ámbito de lo que no puede obviarse en un idioma: uno puede inclinarse por cualquiera de los miembros de las oposiciones que convergen en ella, pero de ningún modo cabe pasarla por alto. Expresándolo con los términos del eminente lingüista Eugenio Coseriu, "si en una lengua debe hacerse una distinción más específica, no es posible renunciar a ella; si, en cambio, tal distinción más específica no se hace primariamente en una lengua, ella puede, en principio, expresarse también en esta lengua". "Primariamente" equivale, como el lector notará, a "conforme a las categorías". Ya debieran comprender a estas alturas de escrito los numerosos diletantes lingüísticos de nuestros días que los juegos que emprenden de la mano de la acusación de machismo al lenguaje y a su lengua no son otra cosa que un esfuerzo místico por pensar y hablar sin categorías, una rendición incondicional a la idea de "ciencia infusa" ("pensamiento intravenoso", podríamos decir hoy día, en la era de las drogas), de tanto éxito tradicionalmente en España, dado que permite arramblar con lo poco bueno que haya entre quienes andan metidos por la enseñanza. Por nuestra parte, no podemos dejar de tener presente - lo contrario sería repudiar la razón - cómo Hegel insistía en que "la vida es el empleo de las categorías", así como su recordatorio, al comentar a Aristóteles, de que "en todo lo que el hombre hace suyo ha penetrado el lenguaje, y lo que el hombre convierte en lenguaje y expresa con él contiene escondida, mezclada o elaborada una categoría".

Pero los dislates no paran ahí (¡tanto puede el afán de lucro!). Si no, vea el lector en el siguiente epígrafe lo que les da por hacer en estos últimos tiempos a muchos de los que se dicen rebeldes.

5. Sobre el uso de "@"como presunta letra

Cuestión de orden muy distinto - aunque sin duda relacionada con la anterior en las mentes de quienes se dedican a sacar provecho de la vana imputación de sexismo al lenguaje y a las diversas lenguas - es el uso de la arroba (ya se sabe, el signo "@") con la pretensión de englobar, simultáneamente, al término marcado y al no marcado de la oposición de género en español. Lo que aquí se revela es, de un lado, la incapacidad para comprender qué es una letra y, de otro, la confusión entre los dos tipos básicos de relaciones lingüísticas establecidas por De Saussure: las asociativas (luego llamadas paradigmáticas) y las sintagmáticas. Comencemos por este último punto. Tal vez sepan ya nuestros lectores que en un sistema lingüístico tenemos, de un lado, relaciones entre los términos del discurso o habla, entre unidades presentes, en suma, y, de otro, relaciones de las denominadas in absentia, que se establecen entre un elemento dado en el habla y los restantes que pueden venir a ocupar idéntica posición. Así, en una frase como "el gato maúlla", tenemos, por una parte, las relaciones entre "el gato" y "maúlla" y las que se establecen en el interior de cada una de las citadas unidades y, por otra, las que rigen entre, por ejemplo, "maúlla" y "llora", o "maullan", o entre "el gato" y "los gatos" o "los niños". A las primeras se las denomina sintagmáticas; a éstas, paradigmáticas. Desde un punto de vista lógico, unas se rigen por la coordinación ("...y..."); las otras, por la disyunción exclusiva ("aut...aut..." según la expresión latina, o, si se prefiere, "o bien ...o bien..."). Pues bien, con el dichoso empleo de la arroba nuestros amigos diletantes pasan a confundir el culo con las témporas, o la gimnasia con el magnesio, es decir, proyectan dos términos en relación paradigmática sobre una única posición sintagmática; dicho de otro modo, si uno dice "compañeros" no puede decir al mismo tiempo "compañeras". Pretender escribir las diversas opciones paradigmáticas sobre el eje sintagmático es una necedad sin igual, ya que precisamente la escritura y el discurso que ella representa suponen siempre una decisión entre múltiples posibilidades. Según el criterio que manifiesta el uso de "@" jamás podríamos llegar a escribir una sola frase, ya que, si bien en algunos casos las opciones son muy pocas, en otros, cuando se trata de partes de la oración propiamente dichas, nos hallamos ante un repertorio indefinido. Mucho más grave es, pienso, el segundo error que conlleva esta moda maniática: tratar a las letras como lo que no son jamás, dibujos. En efecto, es necesario para los fines de nuestros presuntos rebeldes el que haya una similitud entre las letras que representan los fonemas que dan forma, por lo general, a los morfemas sobre los que recae la oposición de género en la lengua en cuestión, similitud que les permita obrar el sincretismo gráfico que buscan. Ello supone un apego a las letras por sí mismas, desprendidas de todo su valor de representación. La razón reconoce en un caso así un ejemplo supremo de la capacidad humana de confundir el signo con la cosa, de fetichismo, cuyo estatuto o rango para el conocimiento es equivalente al que pueda tener un olisqueador de bragas - por quien, dicho sea de paso, llega a tener más simpatía el autor de este escrito, ya que al menos no se anda con rodeos o disimulos como los que tanto gustan a nuestros diletantes lingüísticos. Bastará una sola muestra para ilustrar el enorme error de concepto que denunciamos: ¿cómo piensan estos ignorantones en lenguas establecer un sincretismo visual entre “ИЙ” y “ая” secuencias de letras del alfabeto cirílico que sirven para representar la oposición entre adjetivos masculinos y femeninos (dejamos aquí de lado los neutros) en ruso? Por más que dibujen y garabateen, no lograrán jamás que conserven su carácter de signos gráficos, pues precisamente es ese carácter el que anulan al jugar con las letras como cosas, al tomarse a broma el sentido del término "representar", y con ello, el lenguaje entero.

5. Coda

Tras haber expuesto prolijamente las razones que hacen de la moda actual referente al género y al uso de la arroba un fenómeno psiquiátrico y sociológico antes que lingüístico, sólo nos queda advertir a quienes nos hayan seguido a lo largo de este texto que a partir de ahora es una decisión enteramente suya la de engrosar las filas de la idiotez dominante (de la cual acaso saquen algún provecho curricular) o, por contra, combatirla y resistirse a ella, para lo cual hemos ofrecido aquí algunos argumentos. Lo que en modo alguno podrán hacer ya es aducir ignorancia sobre la cuestión. Bastante nos hemos cuidado en este escrito de que se den por enterados.

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Notas:
(1) Javier Arias Navarro es Doctor en Lingüística. La revista Babab agradece al autor que nos haya donado los derechos para esta edición. Su publicación original puede encontrarse en la Escuela de Lingüística, Lógica y Artes del Lenguaje de Asturias..

Tomado de Babab. No. 18 Marzo de 2003