martes, noviembre 28, 2006

Artículo

Experiencias límites y transformación subjetiva[i]


Por Orlando Arroyave


No sé si es cortés —u honesto— presentar una divagación en sustitución de lo que llamamos hoy, con tan falsa modestia, como charla. Esta divagación está conformada por experiencias subjetivas de tres hombres que podríamos llamar sujetos sin saber con precisión a lo que nos referimos cuando nombramos esta categoría. (Podría ser, y lo digo al pasar, sin arriesgar mucho, que la palabra sujeto es la forma académica y trivial de nombrar lo que suponemos una interioridad. Insisto que arriesgo poco).

Las experiencias son tres: una, diré, es la comprobación mística que pueden tener —como cualquier hombre— los poetas esenciales. La segunda, implica el dolor placentero que relata alguien que yo llamo —tal vez sin saber lo que digo— como consultante. Y tercero, quiero hablar de la escritura como transformación subjetiva. Digo tres experiencias —el místico-poeta, el masoquista y el escritor, para dar inicio a una representación—, y lo particular no es la experiencia: a todos nos acontece; sino la capacidad de expresar esa interioridad sacudida por un acontecimiento que hace discontinuidad en lo que llamamos todavía, por mera “cortesía gramatical”, yo. La ilusión de la autorrepresentación que nos nombre, y nos dé un definitivo es para tener la ilusión de la inmortalidad de nuestro ego.

Sé que podemos reducir experiencia a una afectación subjetiva; pero no quiero hacer referencia sólo a eso: nombro una intensificación de la experiencia que nos modifica, y no sólo como la define Wilde: “Experiencia es nombre que le damos a todos nuestros fracasos”, sino como aquella experiencia que nos hace ser distintos, incluso, y sobre todo, a nuestro pesar.

Un escéptico, que soy yo mismo, puede elevar una objeción: a todos, a cada uno de nosotros, la experiencia nos modifica, aunque sea a cuentagotas, paso a paso —la memoria, la huida de la memoria, el tiempo... podemos nombrar tantas cosas que nos dan la sensación de transformación—, y que pueden llevarnos a ser distintos. Es cierto, pero hay acontecimientos que tienen el peso de socavar nuestra identidad (conformada entre simulaciones e intensidades memorables), o las múltiples identidades que somos, o que olvidamos que somos. Aquí me circunscribo a las experiencias que hacen una grieta en lo que fuimos. Son experiencias —y tomo una frase sin el rigor del contexto— que hacen vacilar nuestro “ser”,[ii] hacen vacilar nuestra seguridad de los que somos, y que nos dejan un presentimiento corporal de que al final seremos tan distintos que ni si quiera, quizá, podríamos nombrarnos con el pronombre yo.

La primera experiencia la extraigo de las páginas de Jean Genet.

Una imagen había “gangrenado” “por completo”, afirma Genet en uno de sus ensayos sobre Rembrandt, “mi antigua visión del mundo”. En un vagón de tercera Genet cruza la mirada con un hombre de “cuerpo y rostro sin gracia, feos, por algunos detalles, innoble incluso: bigotes sucios, [...] boca estropeada, escupitajos que mandaba por entre sus rodillas al suelo del vagón”.[iii] “Por la mirada —agrega Genet—, que tropezó con la mía, descubrí, experimentado una especie de choque, una suerte de identidad universal de todos los hombres”. Su revelación la resume así: “cualquier hombre vale por otro”.

Genet siente —escribe— que “me vertía yo de mi cuerpo, y por los ojos, en el del viajero, al mismo tiempo que el viajero se vertía en el mío. O mejor: me había vertido”.

Sin dejar de meditar, —continua Genet— [...] en una especie de asco
por mí mismo, llegué a creer muy pronto que esa identidad permitía a cualquier
hombre ser amado, ni más ni menos que cualquier otro, y permitía que
fuese amada, es decir tomada en cuenta y reconocida —querida— incluso la más
inmunda apariencia.
[iv]

Este descubrimiento de que todo hombre es idéntico a cualquier otro, había abofeteado a Genet, y a su vida la “velaba [ya] una mancha de tristeza que, de pronto, como si un soplo la hubiera hinchado, lo obscurecía todo”.

Esta conclusión perturbadora no era efecto de la aplicación metódica de un análisis, sino de una revelación, “una súbita intuición”. Mas advierte Genet, para no alentar una falsa hermandad, que “Ningún hombre era mi hermano: cada hombre era yo mismo, aunque aislado, temporalmente, en su corteza particular”.

Y para esta nueva idea, que está medrando en él, construye un aforismo: “En el mundo sólo existe y sólo existió siempre un único hombre. Está por entero en cada uno de nosotros, es pues nosotros mismos. Cada cual es el otro y los otros”.[v] Un aforismo que recuerda el de Borges dedicado a Shakespeare: “Se parecía a todos los hombres, salvo en que se parecía a todos los hombres”.[vi]

Ese descubrimiento le produce a Genet un hastío, que le hace presentir “que dentro de poco iba a obligarme a serios cambios, que serían más bien renunciaciones”. Su antiguo mundo, que tanto apreciaba (“los amores, las amistades, las formas, la vanidad, nada de lo que depende la seducción”), había sido trastocado, desgarrado, perdido para siempre. “Todo —escribe Genet— se desencantaba a mí alrededor, todo se pudría. El erotismo y sus furores me parecieron definitivamente rechazados”.

La búsqueda erótica entraña una individualidad, más si todo hombre vale igual, ¿cómo erotizar a un cuerpo? Por algún tiempo, después de esta revelación, confiesa Genet, “cualquier forma humana lo bastante bella [...] y viril, conservó cierto poder sobre mí [...] por reverberación”. Un erotismo por reverberación, un reflejo que persiste como eco o luz de un antiguo poder perdido. Esta revelación en Genet es pérdida, pérdida de los prestigios del erotismo, que individualiza los cuerpos y los singulariza en el poder de una atracción corporal.

Sin embargo esta revelación —orgánica habría que decir— que trastoca su antigua visión del mundo, Genet la transforma en poesía. Genet escribió en su novela Pompas fúnebres: “La poesía o el arte de utilizar los restos. De utilizar la mierda y de conseguir que los demás se la coman”.[vii] Si hemos de creer en la sinceridad de estas palabras, Genet como poeta debió comer también esos restos. (Les recuerdo, de paso, que el ensayo dedicado a Rembrandt, y que sirve de experiencia de contrapunto a la experiencia creadora del pintor, lleva como título “Lo que ha quedado de un Rembrandt roto a pedacitos regulares y tirado al cagadero”).[viii]

A continuación voy a relatar la experiencia de un hombre en un espacio que socialmente se llama clínico, y así paso a la segunda experiencia.

Este hombre al llegar a los cuarenta siente que el mundo se deshace; hay un declinar de su juventud y, consigo, sus expectativas de encuentros sexuales. El mundo, su mundo, perteneciente a lo que él denomina la cultura gay, ese mundo rechaza a los viejos, a los cuerpos agrietados. Siente que todo vacila: el dominio de su profesión, la estabilidad económica, su relación de pareja con un hombre que ama con filia deserotizada. Cada vez más, su antiguo amor —cerca de diez años de convivencia—, se torna en un compañero de viaje en esa espera de la vida que es la muerte (para nombrar de paso ese “amo absoluto”, como sabemos todos a pesar de nuestras necesarias trampas o “pompas de realidad”).

Dejo de lado los detalles para no convertir esta experiencia en un llamado caso clínico. Quiero subrayar una experiencia límite que a un hombre transforma. En París tiene un encuentro furtivo pero intenso. Es su primera experiencia masoquista. El dolor se torna en pasión desde aquel encuentro. Este hombre —sin olvidar sus encuentros múltiples y felices— considera que su sexualidad ha cambiado con esta intensidad dolorosa. A la sexualidad se ha sumado una intensidad inédita, una aspiración de una intensidad que no obtiene ya en otros encuentros.

Al regreso a Medellín busca por Internet sados y masos, y, para su sorpresa, encuentra que en esta ciudad de costumbres apocadas sexualmente hay otros hombres cuya pasión es el dolor consentido. Y hay un primer encuentro con uno de los internautas sexuales. Hay un pacto que los dos convienen: habrá golpes sin heridas, magulladuras sin huesos partidos... Él será por una tarde la Momia Cristalizada.

Y la cita se cumple. Primero se momifica, con celofán, todo el cuerpo de este hombre que me cuenta su experiencia. Sólo tiene una pequeña ranura en la boca en la que se introduce un pitillo para poder respirar. Habrá golpes claro está, pero la intensidad estará puesta en otro punto del cuerpo: en la falta de aire, en la sensación de ahogo. La piel no puede respirar por los poros y poco a poco se torna cianótica.

Y cuando estaba a punto de desfallecer, el compañero sexual extrae un cuchillo... El relator de esta experiencia añadió a su relato una frase: “nunca había sentido tanto placer sexual como cuando me amenazó con el cuchillo en la garganta”. Esa acción no estaba pactada, y lo súbito de esta acción es lo que da la intensidad sexual a este hombre. El dolor-daño-placer es una promesa: “Hasta dónde podré llegar por placer; en las experiencias sexuales todavía pueden introducirse nuevas intensidades”.

Este hombre lleva a cabo una ascesis, una ascesis que es transformación a partir del límite de confrontarse a una experiencia que exige, como todas “las formas modernas de ascesis” que “ si bien exigen esfuerzo, imaginación y lucha colectiva, no tienen nada que ver con la austeridad”.[ix] Los contemporáneos hacemos un cultivo del placer, la búsqueda de la intensidad, que tiene como efecto un borramiento, efímero o no, de lo que somos. En palabras de David Halperin:

No es el deseo sino el placer lo que, para Foucault, sostiene la
promesa de una experiencia de desintegración. A diferencia del deseo, que
expresa la individualidad, la historia y la identidad del sujeto, el placer es
desubjetivizador, impersonal: hace estallar la identidad, la subjetividad y
disuelve al sujeto, aunque provisoriamente, en la continuidad sensorial del
cuerpo, en el sueño inconsciente de la mente.
[x]

Estas experiencias (Foucault nombra cuatro: la filosofía, el fist-fucking, las prácticas S/M y algunas drogas recreativas) tienen como objetivo un “desprenderse de sí mismo” (déprendre de soi-même), cumplen “la función de descentrar al sujeto y fragmentar su identidad personal”.[xi]

No quiero agregar una complicación pero tendríamos que preguntarnos si todas las experiencias intensas implican transformación de sí. Quiero establecer una hipótesis tan débil que puede ser rápidamente vencida. La hipótesis es que sólo las experiencias (sean de placer sexual, intelectual o estético) que logran hacer vacilar nuestras seguridades pueden transformar nuestra subjetividad. Digo seguridades y puedo sustituirlas por identidades sin menoscabo de lo que quiero expresar.

Por doquier se ofrecen intensidades. O se prometen intensidades. O como escribe Annie Le Brun, en su panfleto lúcido contra nuestra falsa contemporaneidad, Del exceso de realidad:

No obstante, la racionalidad de la incoherencia equilibra el cuadro
con actividades de riesgo, tales como los saltos elásticos, alpinismo, [...]
experiencias de sobrevivencia, etc., en las que, por ser dirigida hacia el
exterior, la búsqueda del límite físico tiende a aportar a cada uno el
suplemento de confianza que lo regresa a sí mismo. Probablemente porque “allí
donde hace falta el sentido, los sentidos toman el relevo y permiten probar
físicamente un mundo que se escapa simbólicamente,[...]
[xii]
[...] pero también porque la nueva práctica del riesgo controlado fortalece espectacularmente un repliegue narcisista que tiende a volverse norma.
[xiii]

Quiero tomar la frase “la nueva práctica del riesgo controlado fortalece espectacularmente un repliegue narcisista que tiende a volverse norma”, y contrastarla con las dos experiencias de Genet y el hombre que se ha convertido en Momia Cristalizada, y las de los “neoaventureros”, que triunfan en cuerpo y aventura “como el actor impostado y la intriga forzada que prueban el exceso de realidad de pésimo teatro de la época”,[xiv] y es que las experiencias que hemos traído a este encuentro son testimonios de una experiencia que no ha incrementado “un repliegue narcisista” y que, por el contrario, han disuelto la subjetividad, esto es, la sensación de ser el mismo.

El , como lo denomina Foucault, esa “nueva posibilidad estratégica, no porque sea la sede de nuestra personalidad, sino porque es el punto de entrada de lo personal en la historia, el lugar donde lo personal encuentra su propia historia, tanto pasada como futura”, escribe Halperin sobre “la ascesis homosexual”, pero que es aplicable a otras experiencias (el enfrentarse al exterminio de los hombres y mujeres que amamos, tener experiencias límites como el fist-fucking, padecer la tortura, etc.), el , digo, puede ser transformado en una ascesis que cultiva una “habilidad para ir más allá de nosotros”, un “[...] cultivar un sí para que transcienda al sí —un sí radicalmente impersonal que puede servir como vehículo de transformación, porque, no siendo nada en sí mismo, ocupa el lugar de un nuevo sí que acaba de producirse”.[xv] No es la meta, pues no existe, sino la promesa —vencida tantas veces— de ser siempre distinto. O si se prefiere, la posibilidad de considerar la vida como un riesgo de transformación subjetiva.

En su ensayo “¿Qué es la ilustración?” Michel Foucault escribe, dando a la tarea crítica propuesta por la modernidad el nuevo aliento de la genealogía, una tarea sin pretensiones universalistas: “en el sentido de que no deducirá de la forma de lo que somos lo que nos es imposible hacer o conocer, sino que extraerá de la contingencia que nos ha hecho ser lo que somos la posibilidad de ya no ser, hacer o pensar lo que somos, hacemos o pensamos”.[xvi] Pretende, este remozado ejercicio de la crítica, sin pretensiones universalistas o metafísicas, “relanzar tan lejos y tan ampliamente como sea posible el trabajo indefinido de la libertad”.

Foucault caracteriza este ethos —y que va más allá de la filosofía misma— “propio de la ontología crítica de nosotros mismos como una prueba histórico-práctica de los límites que podemos franquear y, por consiguiente, como el trabajo de nosotros mismos sobre nosotros mismos en nuestra condición de seres libres”.[xvii]

Esta propuesta ético-política de Foucault apunta a un “análisis histórico de los límites que nos han establecido y un examen de su franqueamiento posible”.[xviii] Foucault confesó alguna vez, que la escritura ocupó en él ese lugar de “franqueamiento posible”.

[...] la fenomenología trata de interpretar la significación de esa
experiencia diaria de manera de reafirmar el carácter fundamental del sujeto,
del yo, de sus funciones trascendentales. A diferencia de esto, la experiencia,
de acuerdo con Nietzsche, Blanchot y Bataille, tiene la tarea de desgarrar al
sujeto como tal, que sea completamente “otro” de sí mismo, de modo de llegar a
su aniquilación, su disociación.
Y es ese emprendimiento de subjetivación, la idea de una experiencia límite que desgarra al sujeto de sí, la lección fundamental que he aprendido de esos autores. Y no importa cuán aburridos o eruditos hayan resultado mis libros, esa lección me ha permitido siempre
concebirlos como experiencias directas, para “desgarrarme” de mí mismo, para
impedirme ser siempre el mismo.
[xix]

Cioran, al referirse a Beckett —palabras que pueden ser aplicables a Foucault—, escribió: “El budismo dice de quien busca la iluminación, que debe obstinarse tanto como ‘ratón que roe un féretro’. Todo verdadero escritor realiza un esfuerzo semejante. Es un destructor que aumenta la existencia, que la enriquece minándola”.[xx]

“Uno escribe para convertirse en otro que el que uno es” —según la expresión de Halperin—; pues la primera destrucción que uno alienta con la escritura —aceptando que no toda escritura implica este objetivo— es lo que uno es, y no para llegar a un ideal, sino para, de súbito, encontrarse con otro que surge para morir también. Como en la experiencia de Genet o de este hombre que aprendió que el dolor consentido ofrece una posibilidad de ascesis, de transformación, de desgarramiento subjetivo, igualmente puede acontecer con la escritura.
ooo
Notas
ooo
[i] Foucault nombra como “experiencias límites” la “locura, la muerte, la sexualidad, el delito” (Cf. El yo minimalista y otras conversaciones, Biblioteca de la Mirada, Buenos Aires, 2003, p. 26). Aquí tomaremos la expresión “experiencias límites” en una acepción más amplia: experiencias que llevan a un individuo a trastocar sus referencias personales como también la realidad a la que pertenece (realidad, que a decir de María Zambrano, “agobia y no sabe su nombre”).
[ii] Trato siempre de evitar el entrecomillado para hacer vacilar el sentido de una frase; sólo lo admito como ironía. Y sin embargo, se me impone porque creo que es discutible la noción de “ser” propuesta por el psicoanálisis lacaniano. Puede que se piense el ser como un vacío, pero ese vacío se define por las experiencias gozantes, por sus repeticiones, por la sombra de la relación de ese sujeto por el universo —y a pesar de que se nombra como universo es estrecho— edípico. Esa noción implica una determinación y una posibilidad mínima de libertad; la libertad sólo la daría así el trauma. Pero el trauma es a su vez el límite de la libertad; el trauma es la aporía de aceptarse como distinto siendo, a su pesar, otro.
[iii] Jean Genet, El objeto invisible, Thassália, Barcelona, 1997. p. 96.
[iv] Ibíd., p.99.
[v] Ibíd., p.102
[vi] Citado por Maurice Blanchot en El libro que vendrá, Monte Ávila, Venezuela, 1969, p.111.
[vii] Jean Genet, Pompas fúnebres, Debate, Madrid, 1991, p.160.
[viii] El título en francés es: Ce qui est resté d’un Rembrandt déchiré en petits carrés bien réguliers, et foutu aux chiottes.
[ix] David Halperin, San Foucault, Ediciones Literales, Buenos Aires, 2004, p.125.
[x] Ibíd., p.118
[xi] Ibidem.
[xii] David le Breton, Passions du risque, citado por Annie Le Brun, Del exceso de realidad, F.C.E., México, 2004. p. 225.
[xiii] A. Le Brun, Op. Cit,.p. 225-226
[xiv] Ibíd., p. 227
[xv] D. Halperin. Op. Cit., p. 126.
[xvi] Michel Foucault. Estética, ética y hermenéutica, Paidós Básica, Barcelona, 1999, p. 348.
[xvii] Ibíd., p. 349.
[xviii] Ibíd., p. 351.
[xix] Michel Foucault, El yo minimalista y otras conversaciones. Op. cit. p. 12.
[xx] E.M. Cioran. Ejercicios de admiración y otros textos. Tusquets Barcelona, 2000. p. 90.

sábado, noviembre 11, 2006

Experiencias extremas y transformación subjetiva

Por Orlando Arroyave


“Nosotros los hombres modernos, gracias a la complicada mecánica de
nuestro ‘cielo estrellado’, estamos determinados —por morales diferentes;
nuestros actos brillan alternativamente con colores distintos, raras veces son
equívocos, —y hay bastantes casos en que realizamos actos
multicolores”.
[1]

Esta conferencia ha sido trastocada, en su preconcepción, por la contemplación —una contemplación que aspira al silencio que evoca el despojo humano— de unas imágenes, que si nuestro vocabulario logra nombrar, llamaremos autorretratos místico-desechos del artista David Nebreda.

Las fotografías de este artista son composiciones —una composición que “liga la sangre, el dolor y la geometría”— de un “precadáver” que nos lleva hasta la obscenidad de contemplarnos.

En cada rectángulo y cuadro fotográfico y pictórico expone artísticamente el cuerpo martirizado de un hombre que aspira al despojo y al dolor: una cuchilla hunde su filo en los surcos de las huellas digitales del artista; su cuerpo famélico, tras largos días de ayuno, está marcado por varios estelas dejadas por el filo de un cuchillo (algunas veces el cuerpo del artista está de pié, malamente cubierto con jirones que asemejan una mortaja roída por un cuerpo en descomposición; otras el cuerpo está arrojado en un lecho de sábanas que recuerdan un hospital); su rostro se cubre de mierda, exhibiendo[2] lo que uno de sus presentadores llama “una de las creaciones más verdaderamente abyectas de todo el siglo XX”[3]; en otra fotografía introduce su mano en la llama azul de un triángulo-Dios, exponiéndola por unos segundos mientras logra la composición visual adecuada; sus pinturas, también autorretratos, están hechas de sangre y excrementos, mostrando la humillación, el martirio y la santidad, al igual que en su obra fotográfica.

Para Jean Genet

No hay para la belleza más origen que la herida, singular, distinta
para cada cual, oculta o visible, el que todo hombre guarda en su interior, que
preserva y a la que se retira cuando desea abandonar el mundo por una soledad
temporal pero profunda.
[4]


Estas palabras se aplican a Nebreda; mas aquella “herida, singular, distinta para cada cual, oculta o visible”, que posibilita la soledad, se hace manifiesta como laceración, surco de filo de cuchillas o quemadura en la piel del artista: su cuerpo es la superficie en que se lleva a cabo la obra.

Nebreda acepta que es un esquizofrénico, y expande las posibilidades estéticas de su tendencia a la automutilación, al despojo, a la fragmentación de su subjetividad, a la aspiración a la nada, a su fe en su martirio sagrado; en cada obra suya —que requiere varias semanas de laceración, de ayunos, de abstinencia sexual, de soledad y destierro, como un deportista negativo que aspira a la anulación corporal— Nebreda pretende superarse a sí mismo, traspasar los límites corporales, para lograr un ascesis, una transformación subjetiva. El cuerpo vejado es la vía de esa transformación.

Podríamos rápidamente proponer otros artistas como Orlan, la estrella del carnal-art. Desde 1990 Orlan ha practicado varias operaciones estéticas “para producir La obra maestra absoluta: la reencarnación de Santa Orlan, un ‘arte carnal’ en vivo destinado a transformar su cara en un collage de rasgos célebres”.[5] Orlan pretende tomar los rasgos más importantes de la pintura clásica y llevarlos a su rostro. Uno de sus eslóganes es: “HE DONADO MI CUERPO AL ARTE”. Y añade: “Soy la artista que ha ido más allá”.[6]

Esta afirmación podría ser interrogada, pues si nos atenemos al arte contemporáneo, Nebreda ha logrado expresar por medio de sus autorretratos lo más singular del hombre y artista: el dolor; el dolor como soledad. O en palabras de Genet: “La soledad, como yo la entiendo, no significa condición miserable, sino más bien realeza secreta, incomunicabilidad profunda, pero conocimiento más o menos obscuro de una inatacable singularidad”. [7]

Nebreda radicaliza su singularidad: el espectador que contempla su obra “está avergonzado, estremecido y asustado”; hay una distancia que se da por la vía de la repulsión, el llanto o las bascas de los contemplan estas imágenes.

Estas imágenes insólitas, expresan la radicalización —y el artista logra llevar esta aspiración hasta el sacrificio de sí— que está presente en los contemporáneos: la intensificación de la sensación corporal. Sabemos bien que el cuerpo ha sido tomado como
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campo de batalla con escaramuzas ideológicas sobre el derecho al
aborto, el uso de tejidos fetales, el tratamiento del sida, el suicidio
asistido, la eutanasia, las madres de alquiler, la ingeniería genética, la
clonación incluso la cirugía plástica subvencionada para personas
encarceladas.
[8]



Pero a la vez el cuerpo, más allá del “campo de batalla”, es el espacio privilegiado de los contemporáneos para escapar a la monotonía de ser, la intensificación corporal para una transformación subjetiva. Exploremos algunos ejemplos de la aspiración presente de intensificar las experiencias corporales antes de tomar el concepto de transformación subjetiva.

En los ejemplos que tomaremos hay un más allá del sexo como lo solemos entender: es la intensificación no sexualizada del cuerpo, si entendemos por esto último no la búsqueda de la eyaculación, de la erección, de la excitación sexual, de la intervención de los genitales, sino un placer que toma el cuerpo como un topos para la intensificación corporal, o como lo define Foucault, como experiencias de “desexualización del placer”[9].

Quisiera continuar explorando el dolor, que es tomado por Nebreda para sus aspiraciones estéticas y ascéticas, y ponerlo como uno de los objetivos de las experiencias extremas sexuales de ciertos hombres contemporáneos.

El primer ejemplo es una viñeta de una comunidad sadomasoquista, estudiada por Robert J. Stoller en su libro Dolor y Pasión [10]. Stoller quiere en su libro, a contramano de la tradición de sus colegas, psiquiatras y psicoanalistas, que empiezan, según sus palabras, “con generalizaciones (por ejemplo, con una teoría psicoanalítica del masoquismo) y luego adaptar a las manifestaciones a la teoría [proponer en cambio] [...]recoger observaciones naturalistas que sean extensas y detallas”. [11]

Uno de sus entrevistados relata su relación con el dolor.
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[…] ser tatuado debajo de la rodilla o por encima del tobillo,
donde la piel es delgada, encima del hueso […] Dale y dale, siete horas. Uno se
debilita; pero no quiere dejar. Es una terrible, abrumadora y cruel ordalía
física. Ninguna sesión de S&M se compara con siete horas de tatuaje. Como
azotador, podría dar latigazos hasta el agotamiento antes de poder suscitar la
sensación que una persona tendría después de tres horas esto. El instrumento del
artista del tatuaje es eléctrico. La que hace el trabajo es la aguja, así que no
se cansan. Y la intensidad de los pinchazos no varía.
[12]


El dolor es exaltado, ya sea como teatro, ya sea como transacción comercial, ya sea como experiencia, por estos hombres y mujeres que son tomados por el psiquiatra y psicoanalista Robert Stoller como un trabajo de investigación de “etnología urbana”.

Huir del dolor es ya una peculiaridad de la modernidad, y propiciarlo como experiencia consentida y exaltada es uno de sus desafíos. Nuestra industria farmacológica y médica está diseñada para contener el dolor. Dejamos sólo el dolor como una arma política, que utilizan los gobernantes y sus justicieros, y condenamos la búsqueda del dolor como práctica sexual —aunque nunca está del todo ausente en nuestras prácticas—.

Aquí la intensificación del placer está ligada al juego estratégico de poder y dominación, “de resistencia, de inversiones de las situaciones y las posiciones”[13]. Podríamos cuestionar el carácter subversivo de estas prácticas como hace Leo Bersani[14], pero lo que nos interesa señalar es cómo esta opción por el dolor es uno de los modos en que los contemporáneos enfrentan la experiencia, superando unos límites corporales.

Para McLuhan, citado por Dery,
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La excitación y el sadismo son casi gemelos. Y para los que el acto
sexual se ha convertido en algo mecánico, mero encuentro y manipulación de
miembros, siempre queda un deseo inextinguible que podría llamar metafísico,
pero que no reconoce como tal y que se intenta satisfacer con el peligro físico
y a veces con la tortura, el suicidio o el asesinato.
[15]


Es la esperanza, incumplida y olvidada a cada instante, de un más allá del límite. Y para lograrlo se recurre a la tecnología. Gerard van der Leun, dirá con sorna que “el sexo es un virus que casi siempre infecta primero a las nuevas tecnologías”[16].

La tecnología es la promesa contemporánea de sobrepasar el límite de la experiencia: aspiramos a una experiencia inédita. Sí con el S&M se busca “inventar nuevas posibilidades de placer, utilizando algunas partes bizarras de su cuerpo, erotizando este cuerpo”, como afirma Foucault, como una “suerte de creación”, la tecnología puede sobrepasar las fronteras de placer corporal o mental al que estamos habituados. Ya se trate de alta tecnología (Internet) o tecnología casi paleolítica (el dildo)[17], ésta constituye un instrumento eficaz para el placer.

El escepticismo sobre la invención de nuevos placeres que manifiestan algunos psicoanalistas no es compartida por los diseñadores de tecnología o drogas lúdicas. Para ellos las posibilidades del placer, si bien no son ilimitadas, sí son impensables para nuestras experiencias actuales.

Ahora bien, ¿qué efectos tienen estas prácticas o tecnologías que ofrecen experiencias extremas a la subjetividad?

Quiero dar un rodeo, y proponer una concepción nietzscheana de la subjetividad, y para ello me basaré en la lectura y propuesta de Alexander Nehamas[18], antes de articular prácticas extremas y transformación subjetiva.

A lo largo de estos encuentros hemos formulado la hipótesis de que no existe una identidad ni sexual, ni género, etc., definitiva e inamovible. Quiero dar una caracterización abierta y posible de ser interrogada sobre la subjetividad, o experiencia interior: toda subjetividad es múltiple, cambiante y sin un fundamento último. En palabras de Nietzsche:

Creer en el alma como algo indestructible, eterno, indivisible,
como una mónada, como un átomo: ¡esta creencia debería ser desterrada de la
ciencia! Entre nosotros, esto no equivale a liberarse de “el alma” al mismo
tiempo. [...] Pero despejado está el camino para nuevas versiones y
refinamientos del alma-hipótesis; y conceptos tales como “alma mortal” y “alma
como multiplicidad subjetiva” y “alma como estructura social de los impulsos y
efectos” desean tener, de ahora en adelante, derecho de ciudadanía en la
ciencia.
[19]

Al sostener que lo que llamamos subjetividad es una experiencia que puede transformarse, sobrepasamos la visión del sujeto-sustancia, y damos paso al sujeto-forma. Ese sujeto-sustancia tendría, de acuerdo a la cita anterior, las siguientes características: es mortal, es múltiple y tiene una “estructura social”.

En primer lugar, el alma es cuerpo (mortal), y proporciona “el terreno común que permite agrupar ideas, deseos y acciones contradictorios como característica”[20] de lo que solemos llamar —sin pensar mucho en lo que decimos cuando nombramos algo— como sujeto. El cuerpo proporciona unidad e identidad, pero no es suficiente. Pues el yo es “coherente” temporariamente; a pesar de la ilusión, el yo, lo que llamamos yo, es una construcción constante. O sí se quiere, el yo es múltiple. O en palabras de Nietzsche, tenemos “la felicidad de contar no con un alma inmortal, sino con muchas almas mortales”.

Esta multiplicidad es subsidiaria de otro concepto: el devenir. El movimiento o las transformaciones hacen parte del universo; igual nosotros somos parte del mismo. En las palabras de Zaratustra: [...] De muchas amargas muertes ha de estar llena vuestra vida, creadores. Así defenderéis y justificaréis toda temporalidad. Para ser el hijo que vuelve a ser engendrado, el creador ha de anhelar también ser la madre que da a luz”.[21]

El alma —y no haremos, ni interesa para esta exposición, una distinción entre yo, sujeto, subjetividad—, el alma hemos dicho es mortal, múltiple, posee “una estructura social”, esto es, terrenal y temporaria. El alma es así un efecto de la época.

Ahora bien, todo este rodeo a dónde nos conduce. A una propuesta ética, que no tiene el imperativo ciego de para todos: “crearse a sí” implica una tensión entre el descubrirse y la creación, una transformación constante que conoce un horizonte pero no una llegada. En palabras de Nietzsche: “Todos lo que se hallan en ‘proceso de llegar a ser’ deben enfurecerse cuando perciben cierta satisfacción en este aspecto, un impertinente ‘dormirse en los laureles’ o ‘pagarse de sí mismo’”[22]

Como lo nombramos al inicio, al traer las fotografías y pinturas de Nebreda, su experiencia es tomada por el artista como un ascesis, no sólo en el sentido religioso que tiene (renuncia) sino en un sentido foucaultiano como transformación subjetiva. Ese “proceso de llegar a ser” no tiene fin. Quizá para este artista implica la muerte, su desaparición física, pero su obra está en el horizonte como un referente inacabado.

No toda experiencia límite, que conduce a una transformación subjetiva implica el dolor (aunque sí la muerte), mas sí una aniquilación de una parte de nosotros, un referente que nos daba la ilusión de “ser”. He dicho que una experiencia límite no implica el dolor, pero sí se encuentra “lo más cerca posible de la imposibilidad de vivir. [...], en el extremo”. Hay muchas formas extremas, por ejemplo la escritura. En palabras de Foucault:
ooo

[...]la experiencia, de acuerdo con Nietzsche, Blanchot y Bataille,
tiene la tarea de desgarrar al sujeto en sí mismo, de manera que no sea ya el
sujeto como tal, que sea completamente “otro” de sí mismo, de modo de llegar a
su aniquilación, su disociación.
Y es este emprendimiento de
desubjetivación, la idea de una experiencia límite que desgarra al sujeto de sí,
la lección fundamental. [...] Y no importa cuán aburridos o eruditos hayan
resultado mis libros, esa lección me ha permitido siempre concebirlos como
experiencias directas, para “desgarrarme” de mi mismo, para impedirme ser
siempre el mismo.
[23]



“’desgarrarme’ de mí mismo, para impedirme ser siempre el mismo”, es toda una tarea ética, pues es el deseo de “que algo cambie en uno. [...]. [para] dejar de ser quien se es”[24].

Esta propuesta tiene consecuencias políticas: desalentar la ilusión del Uno —del mundo, de los hombres, de las subjetividades—, y la posibilidad de la multiplicidad de placeres o expresiones. No una propuesta para todos, sino el horizonte de poder ser distintos en lo social, en lo individual, en nuestra sexualidad. Esto es correr un límite que impide cristalizar y encapsular la identidad.

Y uno de esos ejemplos, como hemos visto, es la obra de Nebreda.
ooo
Notas

[1] NIETZSCHE, Friedrich. Más allá del bien y del mal. Madrid: Alianza Editorial. 1999. p. 173.
[2] Por torpeza escribo “exhibiendo”; creo que es una palabra insuficiente para expresar lo que hace este artista; una palabra moral y psiquiátrica que niega la intención de Nebreda de una “reducción a mí mismo” o “la desaparición progresiva”: “He pasado, afirma, por varios sistemas de recreación o desdoblamiento, y el menos malo me parece el autorretrato fotográfico y dibujado. Sobre todo el primero tiene unas características de verosimilitud, de plasticidad y de tiempo casi paralelas a un esquema mental convencional, y procuro aprender de ellas” (David Nebreda, Autorretratos. España; Ediciones Universidad de Salamanca. 2002.) (He querido subrayar esa frase última).
[3] Javier Panera, en la presentación de la obra fotográfica y pictórica David Nebreda, Autorretratos. Ibíd. (en libro no están numeradas las páginas).
[4] GENET, Jean. El objeto invisible, Barcelona: Thassàlia. 1997. p. 34.
[5] DERY, Mark, Velocidad de escape. Madrid: Ediciones Siruelas. 1998. p. 265.
[6] Afirma Jérome Neutres, en el “Prólogo” a la recopilación de ensayos sobre “arte” de Jean Genet, El objeto invisible, que el escritor al conocer al pintor Giacometti “conoce la creación de aspecto estoico y laborioso. Es para Genet [Giacometti] la encarnación de la búsqueda de la perfección artística. Se dispone entonces a imitar el aspecto desastrado, el humor desengañado, la indiferencia ante la comodidad, de Giacometti” (Jean Genet, El objeto invisible, Barcelona: Thassàlia. 1997. p.20). También Rembrandt serviría de modelo a Genet: el artista entrega todo su cuerpo y sus ideales a la obra; el verdadero artista va un más allá, no de otros artistas o de su sociedad, que puede suceder, sino que va un más allá de sí mismo. La expresión de Orlan es mediática y propagandística; con sus palabras —extensión de su grandilocuencia narcisística— niega la historia misma del arte.
[7] Ibíd. , p. 44.
[8] DERY, Mark. Ob. Cit. p. 255. Esta idea de Dery es la actualización de una sentencia de Zaratustra: el cuerpo es “una pluralidad con un sentido, una guerra y una paz, un rebaño y un pastor”.
[9] Para el examen de este concepto, Cf. Jean Allouch, “La ‘intensificación del placer’ (Foucault) es un ‘plus de goce’ (Lacan)”. Revista de Psicoanálisis y Cultura. Número 10. Diciembre 1999. (www. Acheronta.org).
[10] STOLLER, Robert. Dolor y pasión. Buenos Aires: Manantial. 1998.
[11] Ibíd. , p. 18.
[12] Ibíd. , p.194.
[13] Cf. ALLOUCH, Jean. Ob. Cit.
[14] BERSANI, Leo. Homos. Buenos Aires: Manantial. 1998. pp. 97-134.
[15] DERY, Mark. Ob. Cit. p. 210.
[16] Ibíd., p.244.
[17] El periódico Página12 en su edición del 19 de septiembre de 2004, tiene como titular “Un nuevo invento argentino sacudirá al mundo”. El artículo se ocupa de un dildo con un motor que le confiere “un movimiento de penetración: entra-sale-entra-sale por sí mismo, rítmicamente, en el orificio corporal donde haya sido introducido”. Y agrega el diario: “El aparato argentino fue desarrollado por Eduardo Omar Gómez, integrante de la Asociación Argentina de Inventores. [...][Explica su diseñador] “La mujer se sienta encima de la base, o bien se acuesta con el aparato entre sus piernas, aprieta el botón y el aparato empieza a funcionar –explica Gómez–; puede moverse durante 40 minutos sin ‘cansarse’.” El prototipo se mueve a velocidad constante pero la versión comercial contaría “con regulador de velocidad: más rápido o más despacio”. [Y afirma] “El aparato “funciona igual que el hombre”. Sin embargo hay un problema: “Necesito matrices, que son costosas, y maquinaria para la producción”, afirma Gómez y, como tantos empresarios argentinos, busca consuelo en el Estado: “Necesito apoyo económico del Gobierno para poder fabricar en escala, comercializar, exportar y así contribuir a bajar la desocupación”.
[18] NEHAMAS, Alexander. Nietzsche. La vida como literatura. España: Fondo de Cultura Económica. 2002.
[19] Citado por Nehamas. Ob. Cit. pp. 212-213.
[20] Ibíd. , 217.
[21] Citado por Nehamas. Ibíd., p. 211.
[22] Citado por Nehamas. Ibíd., p. 226.
[23] FOUCAULT, Michel. El yo minimalista y otras conversaciones. Buenos Aires: Biblioteca de la Mirada. 2003. p. 12.
[24] NEHAMAS, Ob. Cit. p. 189.